Relato «La Suplica»
Dicen «Una súplica no se grita, se susurra», es algo que nace desde lo más profundo del corazón, donde el alma se vuelve vulnerable pero auténtica. No busca la imposición, no exige; a duras penas roza el aire en un intento silencioso para alcanzar lo invisible. Una súplica es una muestra de humildad, una rendición sin derrota, un llamado leve que no busca alterar el mundo, simplemente es conmover un solo corazón.
Y esto se hace desde un corazón abierto, aunque esté temblando. Y ese temblor no significa debilidad, sino la evidencia clara del amor, del miedo, del deseo o del dolor que dio origen al susurro. Es ese temblor el que lo hace humano, el que lo vuelve verdadero. Porque cuando suplicamos, nos despojamos de las corazas, nos arrodillamos sin hacerlo físicamente, en un acto que afirma «Esto me importa, más de lo que puedo soportar callar».
Y si no llega -si la súplica se pierde en el vacío, si no hay respuesta o consuelo, si el eco se devuelve sola-aún queda la esperanza, herida, sí, pero viva. Porque incluso roto, el corazón que suplica continua latiendo. Y esa herida esperanza, como vela en tormenta, nos viene a recordar que aquí estamos, sintiendo, existiendo con intensidad a pesar del silencio nos rodea.
Una súplica, aunque ignorancia, nunca es inútil. Es la prueba irreversible que algo dentro de nosotros se ha negado a morir en el silencio. Que aún creemos, aún esperamos, aún amamos. Y eso, en tiempos de indiferencia, ya es un acto de valienta.
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