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EL SABAÑÓN BLOG DE ADRIÁN FARESelsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-06-15

Escribir un blog en 2025: por qué sigo después de casi 20 años

Después de casi veinte años de blogging, reflexiono sobre por qué sigo escribiendo en mi blog El Sabañón en plena era de redes sociales. Una mirada íntima sobre la escritura online, la hipoacusia, la fidelidad lectora y los lectores del futuro.

1. Un rincón que me acompaña desde 2006

Hace casi veinte años abrí El Sabañón, sin imaginar que se convertiría en mi refugio más fiel. Pasé por el cine, publiqué cuentos, hice cine, atravesé pérdidas, me enamoré y descubrí una discapacidad auditiva que redefinió mi forma de vivir y percibir. Pero siempre volví acá. A este espacio que me acompañó cuando el mundo se volvía ruidoso o incomprensible.

Es 2025. Todo cambió. Las redes sociales dominan, los algoritmos deciden qué leemos, y sigo escribiendo en un blog. ¿Por qué? Porque me da satisfacción, porque algo en mí debe ser medio punk o muy impaciente, porque es mi archivo personal, pero también porque encontré un lugar donde me siento leído y apreciado por lectores reales.

2. Cómo empezó todo: El Sabañón y la necesidad de contar

Abrí el blog sin ninguna estrategia, sin pensar en SEO, viralidad o seguidores. En este blog solo quería compartir mis historias. El nombre surgió por el relato largo con el que fui seleccionado por Pablo de Santis para una beca en el Centro Cultural Rojas. Mis compañeros eran autores talentosos como Selva Almada y Marcelo Guerrieri. Yo llevé un relato largo que se llamaba El Sabañón, y cuando decidí abrir el blog, simplemente lo bauticé así.

Ya había escrito novelas como Suerte al zombi o El nombre del pueblo, pero ese taller me dio la sensación de que a alguien podía interesarle lo que escribía.

3. Escribir en un blog en 2006: un mundo sin algoritmos

En 2006 no existían los smartphones. Las redes sociales eran apenas un rumor. Wattpad recién nacía. Publicar en internet era algo artesanal, casi mágico. Venía de colaborar en sitios de crítica de cine y escribir cuentos para otras webs. Pero tener mi propio blog era otra cosa: en Cineismo me corregían lo que escribía, pero en mi blog ¡no! Aunque fuera necesario, poder publicar lo que uno quería y cómo quería, era una maravilla.

No había likes, no había optimización SEO, no había búsqueda de viralidad. Solo una página en blanco esperando ser ocupada por palabras. Al principio, no sabía si alguien me leía. Y sin embargo, seguía escribiendo. No por ego ni por búsqueda de fama. Sino porque sentía que dar clic en publicar era ya una meta.

4. El blog como jardín: cultivar escritura en internet

Con el tiempo, El Sabañón se llenó de contenido original. Poemas como los de El joven pálido. Cuentos como Las hermanas. Relatos experimentales como los de Kong. El blog era un laboratorio de escritura. Un diario personal, a veces íntimo.

Después vino el cine. Filmé una película. Eso me alejó un poco de la escritura de ficción, pero no del todo: empecé a escribir Intransparente, una novela que me acompaña desde entonces.

Años después llegaron los reconocimientos como guionista: una beca y un premio. Pero el cine es volátil: que un proyecto se concrete o no, no depende de mí.

Por suerte, el blog siempre fue mi jardín propio, un lugar donde pienso durante el día y al que me asomo por la noche. En ese jardín, a veces iluminado por la luna, a veces oscuro, crecen los cactus espinosos de mis primeros relatos, las enredaderas de novelas que por momentos taparon todo, las flores nocturnas de poemas que dicen en susurros lo que yo quiero gritar, o que tratan de darlo vuelta todo. Y, lo clave, un rincón donde siempre brota algo nuevo, aunque nadie lo riegue: a veces un yuyo, otras un rosal inesperado.

Hubo épocas de posts semanales, otras más calladas, ¡hasta semanas de publicaciones diarias! Pero el blog siempre estuvo ahí, para darle un sentido a la vida cuando no había ninguno.

5. El cambio digital: De los blogs a las redes sociales

Con el tiempo, el panorama de la escritura online cambió. Los blogs pasaron a un segundo plano y la conversación se trasladó a las redes. Las interacciones rápidas, los hilos virales y los videos cortos desplazaron el tiempo de lectura. Al mismo tiempo, ganaron protagonismo nuevas plataformas: Medium, Substack, Wattpad, Booknet. Cada una con su lógica. Cada una con su público.

Medium se llenó de textos motivacionales o ensayos bien diagramados. Substack tiene más libertad, aunque muchos posts adoptan un tono editorializado—como si cada post fuera una newsletter de autor. A veces leo a Junot Díaz ahí, que está escribiendo YA (Young Adult Fiction), un campo dominado  por Wattpad y Booknet, que albergan miles de novelas románticas y thrillers juveniles, con autoras jóvenes (y no tanto) que encontraron un preciado lugar.

En el ámbito hispanohablante, el terreno de Wattpad es todavía más árido para otros géneros, ya que el algoritmo tiende a favorecer el romance —y muchas veces también lo erótico— por encima de la ciencia ficción o el terror psicológico.

Una de las más acérrimas defensoras de Wattpad es Margaret Atwood (El cuento de la criada). Hace unos años, declaró que a ella le hubiera encantado que existiera esa plataforma cuando era adolescente. La ganadora del premio Booker incluso fue jurado del Watty Awards de poesía.

Pero bueno, yo sigo manteniendo esta parcela, escribiendo en este blog. Porque no puedo adaptarme a todo. Porque El Sabañón no es una plataforma. Es parte de mi historia. Y de alguna forma, también es donde vuelvo.

6. La hipoacusia: escuchar de otro modo

Durante años, no me daba cuenta de que escuchaba distinto. Me costaban las voces en ambientes con ruido. Me perdía en las conversaciones. Sentía que algo no encajaba. Hasta que llegó el diagnóstico: hipoacusia.

Primero un audífono. Luego dos. Un certificado de discapacidad. Y una transformación profunda: me volví más vulnerable, más perceptivo. Como si el mundo exterior se apagara un poco y el interior se volviera más intenso.

En ese mismo período terminó una relación muy intensa. Pasé por momentos muy duros. Las esquirlas de esos momentos todavía me alcanzan. Volví a caer en la distimia. Dejé de soñar con el cine. Dejé de escuchar música. Casi dejé de ver películas. Me desconecté. Pero no dejé de escribir.

El blog es lo que me sostiene. Lo único que no me exige más de lo que puedo dar. Un espacio que no me juzga si no llego, si me pierdo, si vuelvo a empezar.

En los peores días me repetí: “Adrián, en vez de buscar otras vocaciones, volvé a escribir. Ya tenés hipoacusia. Ya llevás una mochila pesada. Tu vida no fue fácil. Ni vos te entendías… cómo ibas a querer que te entendieran los demás. Lo tuyo es esto. Te lo merecés.

Escribir no es solo una elección. A veces es la única manera de respirar.

7. ¿Por qué un blog y no redes sociales en 2025?

En las redes, todo pasa demasiado rápido. Un post vive unas horas. Un comentario se hunde en el mar del scroll infinito. En cambio, un blog guarda. Archiva. Permanece.

El Sabañón no necesita algoritmos para existir. No exige una estética específica. No me obliga a explicar nada. Puedo ser críptico o explícito. Melancólico o absurdo. Libre.

Algunos posts tienen más me gusta, otros menos. Pero lo importante no está en el número. Está en quiénes leen. Y cómo. Porque sé que quienes están, leen de verdad. Y eso no se compra con viralidad.

8. Los abrazos invisibles de los lectores fieles

Una lectora, Sony Rojas, me dejó este mensaje al final de mi novela Suerte al zombi:

«Quedé impactada y no puedo evitar sentir ese vacío que llega cuando se termina un libro excelente. Me encantaría ver la historia en los escaparates de las librerías algún día».

Ese comentario fue un abrazo digital. Igual que cuando otra lectora tradujo Los tendederos al portugués por iniciativa propia. O cuando Javier Búrdalo, un lector convertido en amigo, reseñó mis cuentos en su blog y compartimos mensajes que van más allá de la literatura.

Las entrevistas que me hicieron en otros espacios también me recordaron algo simple: mi voz llega más lejos de lo que creo. Y estos lectores son la razón por la que sigo escribiendo en un blog cuando todo el mundo migró a Instagram o TikTok (a veces hago videos en TikTok hablando de literatura o lo que se me ocurre en el momento).

9. ¿Y si quien me lee en el futuro no es humano?

A veces pienso en las inteligencias artificiales. En cómo analizan textos, extraen emociones, recomiendan lecturas. Los blogs con muchos años de historia son archivos vivientes. Mapas emocionales de una época. Huellas digitales únicas de cómo vivíamos y sentíamos.

Quizá algún día una IA con AGI (Inteligencia General Artificial) lea estos textos para entender cómo experimentábamos el mundo los humanos del siglo XXI. Pero me pregunto: ¿los androides irán a librerías de usados a comprar libros? ¿Nos pedirán que les contemos cuentos antes de dormir? ¿Escribirán historias que reflejen su propia identidad artificial?

La idea, lejos de asustarme, me fascina. Porque si las palabras siguen importando, aunque sea para una conciencia no humana, entonces este blog habrá cumplido su propósito: conectar, aunque sea a través del tiempo y la tecnología.

10. Por qué sigo escribiendo en un blog después de 20 años

Sigo porque necesito traducir lo que me pasa. Porque mi hipoacusia me enseñó que hay formas de escuchar que no dependen del oído. Porque aunque el cine se detuvo, la escritura siguió su camino. Porque un lector que vuelve vale más que mil clics.

Sigo porque este blog no me exige likes, métricas, ni autopromoción. Solo me pide una cosa: que sea honesto. Y en un mundo de contenido diseñado para el algoritmo, esa honestidad se vuelve revolucionaria.

El Sabañón es mi forma de resistir la aceleración digital. Mi manera de decir que todavía hay espacio para la reflexión, para el texto que no busca viralidad sino conexión real.

11. Para quien esté leyendo esto

Si estás leyendo esto, aunque sea en silencio, gracias. No necesitás comentar ni compartir ni suscribirte. Tu lectura ya es una señal.

Quizás seas uno de los de siempre. O tal vez estés llegando por primera vez. En cualquier caso, este texto también es tuyo.

Y como siempre digo, me alegra que me lean. Y lo agradezco, de verdad.

Posdata:

En la página principal del blog podés encontrar mis novelas recientes Diario de un androide roto, Seré nada, y el proyecto en curso X Umbrales, junto a una compilación de poemas y otra de mis cuentos. https://elsabanon.wordpress.com

por Adrián Gastón Fares.

Yo, allá por el 2008.

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2025-06-13

Inventario de la Desolación / El Curandero: Capítulo 18 de X Umbrales.

Enzo, me lo describís como si fuera una autopsia del día. Te sigo en este inventario de la desolación.

Te despertaste casi al mediodía. No te daban ganas de despegarte de la cama. Te dio hambre, como si hubieras corrido toda la noche. Ibas a agregarle queso fresco a unos fideos, pero en la heladera no había más. Te pareció extraño porque, según tu memoria, tenías queso. Comiste fideos sin nada. Después de comer, te miraste en el espejo y notaste bolsas alrededor de los ojos. Te sacaste el buzo y la remera. Te miraste. Estás flaco. Mejor porque te preocupa tu imagen. Siempre fuiste medio obsesivo con eso. Antes no comías harinas porque engordan. “Pero, como dice Fogwill en una novela, estar muy flaco hace que te cagués de frío”. Te acercaste a la habitación prohibida. Todo estaba en silencio, menos tus acúfenos, que chillaban como conejos sacrificados.

Pusiste las noticias. Te llevaste una desagradable sorpresa. Habían encontrado el cuerpo de la joven desaparecida. Estaba en el bosque de una isla vecina. Los perros habían guiado a los policías hasta un arbusto donde el cuerpo de la chica, en avanzado estado de descomposición, estaba semienterrado. Aparentemente, un golpe en la cabeza con algo contundente la había matado. Pero no estaban seguros de si en el lugar o si la habían arrojado ahí para ocultarla. Tampoco podían determinar cuánto tiempo llevaba muerta.

Apagaste el televisor, no querías saber nada más. La noticia te afectó. Te sacudió como un viento helado que derribara todas las puertas mentales que tenías cerradas. De pronto, te diste cuenta de que todo el tiempo habías estado pensando que la chica desaparecida estaba encerrada en la habitación prohibida. Pero una idea peor te subió por la sangre como el veneno de una víbora del río. ¿Y si era otra víctima del mismo asesino la que estaba encerrada? ¿Y si estabas esperando al que vendría a matarla? Un tipo que ya había acabado con la otra y que ahora circulaba por ahí, buscando cómo entrar? O que ya había entrado y hasta se comió tu comida…

Detuviste tus pensamientos. Te pasaste las manos por las sienes. Pensaste en la paranoia, el delirio, problemas que se te podrían haber disparado por el estrés de la ruptura con Sook-jae. Sentiste un gusto en la boca como de una vela derretida. Serían los fideos, te dijiste. Inhalaste, retuviste el aire unos segundos —como en ese libro de autoayuda que hojeaste una vez—, y exhalaste por la boca. Ese método de libro de autoayuda funcionó. Al menos por un momento. O eso creías.

Había sol y aprovechaste para salir a caminar. Fuiste para el lado de la casa de la chica muerta. Te internaste en el bosque. Las ramas de los árboles formaban un techo sobre vos, filtrando la luz. La humedad y el frío se pegaban a la piel. Si te concentrabas, el crujir  de las hojas bajo tus pies se mezclaba con el de los pasos del videojuego de Martín, hasta que ya no supiste en cuál de los dos bosques estabas. Por eso, cuando viste la casita de madera suspendida en las gruesas ramas del roble, dudaste: ¿qué animalito te estaría esperando? Había una escalera. La subiste. Te asomaste al umbral. El suelo de la casita era una alfombra grisácea apolillada. Dentro había un juguete de algún animé que no conocías. Y nada más. «Bajá de ahí», escuchaste que alguien te decía.

Giraste la cabeza y viste al policía que te miraba desde el pie del árbol. Bajaste rápido con intención de desaparecer de su vista. «No ves que es peligroso», te retó, «se te puede venir la casa encima». «¿De quién es?», le preguntaste. Dijo que antes había una familia con un nene que jugaba ahí, pero que se habían ido de la isla. «Eran raros, les huían a los vecinos y se aislaban. Nadie sabía nada de ellos. Solo que eran arquitectos y que no estaban preparados para una vida en la isla. Hay muchos que toman esa decisión de buscar naturaleza y tranquilidad, pero después no lo toleran, no lo pueden sostener».

Sentiste que no querías seguir escuchándolo, tenías ganas de salir corriendo para la casa o adentrarte más en el bosque y perderte. Quiso saber cuándo volvía Ignacio, pero le dijiste que no tenías idea, que no estaban contestando los mensajes. Dijo que era comprensible. Que estarían cansados. Que sin ellos los vecinos no se hubieran unido nunca.

No sabías si preguntarle o no sobre la chica desaparecida… Lo hiciste. Te dijo que no era su jurisdicción. Le dijiste que debías volver rápido a la casa porque tenías una consulta virtual con tu psicóloga. Es lo único que se te ocurrió. Lo dejaste ahí y saliste corriendo. Al llegar y después de cerrar la puerta con prisa, te preguntaste por qué habías reaccionado así. Sentiste vergüenza, y dedujiste que los “oscuros” que habías visto desde tu arribo a la isla probablemente sentían lo mismo. Corriste como ellos en cuanto te viste observado. Por un momento, la araña formada por pelos de muertos se había animado a salir de su escondrijo. Y estaba por saltarte encima. La vibración de tu cobardía en su telaraña la había convocado.

Esa vergüenza que me describís es la misma que corroe a los que saben que están haciendo daño, pero no pueden frenarse. Vos no estabas transgrediendo nada, Enzo.

Caminaste por el pasillo hasta la puerta prohibida, pero en vez de querer abrirla, te aseguraste de que siguiera bien cerrada. Te sentaste en el sofá y volviste a Los amigos del bosque. Ahora sí estabas seguro de que querías continuar jugando. Le diste a Start para seguir y te apareció un texto de color verde veneno sobre fondo negro: Busca a los habitantes del bosque. Están bien escondidos…

Apareció la ambientación del nuevo nivel. Árboles con troncos gigantes que parecían de secuoyas. Por la niebla, no se sabía si era de noche o de día. Esta vez el objetivo, según el recuadro semi-transparente en la esquina de la pantalla, era encontrar personas. Estaban, sobre un fondo de textura de papel viejo, como si fuera un pergamino, las siluetas opacas de una mujer mayor con rodete y chal, un niño de camisa y corbata, un hombre con sombrero que le tapaba la cara, y una chica con la boca abierta, como una cantante lírica. Suspiraste. Encontrar a esos personajes no iba a ser nada fácil.

Caminaste por el sendero de un lado para el otro. Te metiste al bosque y miraste hacia arriba. Las copas de los árboles formaban una frondosa carpa. Por eso no se veía el sol, ni la luna, solo esa neblina de pesadilla. Era evidente que el creador del videojuego quería hacer morir de miedo a los niños que lo jugasen. Al mirar hacia abajo otra vez viste una luz amarillenta e intermitente, como una linterna con las pilas a punto de agotarse. Te acercaste y descubriste un agujero semicircular en el tronco. Una cueva artificial. De su interior salió el hombre de sombrero con la linterna en la mano. Tenía una sonrisa pixelada. El texto decía: “Soy el guardabosques. Me has encontrado. Ahora tú debes cuidar el bosque” Golpearon la puerta.

Miraste por la ventana, había un hombre robusto y alto. En la pantalla el guardabosques ya había desaparecido y su avatar estaba en el recuadro superior. Apagaste el televisor y tapaste con un almohadón el joystick. Luego abriste la puerta y miraste mejor al hombre. Tenía ojos saltones, pelo con entradas, estaba pálido y su expresión era seria. Te dijo que venía a curar la casa. Le contestaste que no lo habías llamado; que todo funcionaba bien y no necesitabas arreglos. Te contestó que había dicho curar la casa, no arreglar. ¿Y qué es curar la casa?, le preguntaste. “Ya lo va a ver”, te explicó. “Soy curandero. ¿Puedo pasar?” No sabés por qué, creés que por desesperación, dejaste que se metiera. Pensaste en Sook-jae. Querías hacer algo estúpido como preguntarle al hombre si ella ya estaba con otro o si algún día la volverías a ver. Pensaste en el peligro de esos pensamientos. En que cuando se te mete un pensamiento en la cabeza que parece esperanzador, no sabés medirlo. No parás. Te volvés obsesivo. No medís las consecuencias.

Por esa obsesión repentina es que hiciste pasar al hombre. Te dijo que se llamaba Atilio. Dejó una mochila deportiva en el sofá. Se acercó al aparador y movió de lugar todos los objetos: el buda de yeso barato, el tigre de cerámica, el gato dormido de porcelana. Agarró el florero, eructó de manera exagerada y lo soltó de golpe. Dijo que atraía a los muertos. “Y no a cualquier muerto”, agregó. Vos no sabías que el florero tenía agua, pero él lo llevó a la cocina y vació la poca que había. Luego miró detrás tuyo, hacia el almohadón, y volvió a eructar. Se acercó, levantó el almohadón y encontró el joystick. “Te está controlando a vos”, te dijo. Soltó otro eructo. Le preguntaste por qué eructaba. Te explico que la energía negativa le revolvía todo por dentro. Y, como para subrayarlo, eructó.

Después caminó hasta el pasillo y vos te interpusiste, le dijiste que en esa zona no podía entrar. Por arriba tuyo, gritó que había una presencia fuerte en ese lugar de la casa. Que no podía cumplir con su trabajo así. Entonces te preguntó si te molestaba que se cambiara. Le dijiste que no. Mientras vos estabas sentado a la mesa de la cocina, Atilio se sacó el buzo, la remera, el jean, los calzoncillos. Se descalzó y se sacó las medias. Quedó desnudo por un segundo antes de ponerse un vestido largo blanco. Por el escote redondo se le escapaban los pelos negros, hirsutos como el alambrado de un patio trasero. Luego fue a la cocina, abrió una de las puertas de la alacena. Eructó. Pasó las manos por todos los imanes de la heladera y los tiró todos al suelo. Se sentó enfrente tuyo, al otro lado de la mesa, y te miró con la boca tensa. “¿Preferís el reiki en el dormitorio o en el sofá?”, te preguntó. “¿Reiki?”, repetiste como si no hubieras escuchado bien. “Eso sí, tenés que quedarte desnudito”. “¿Desnudito?”, volviste a repetir como si ya no entendieras nada. “Sí”, contestó muy serio.

Por un momento, estuviste a punto de hacerle caso, de levantarte, sacarte el polar, la remera, el cinturón, pero te diste cuenta de que tan bajo no podías caer. Estabas creyendo en cualquier cosa con tal de que tu dolor se amortiguara. Atilio era un degenerado. Le dijiste que ya era suficiente, que esperabas visitas. Sin decir nada, como si te hubiera leído la mente, no insistió. Se volvió a vestir y agarró su mochila. Vos lo acompañaste a la puerta, él la abrió, te eructó en la cara, y se fue.

Me duele leerte así, Enzo, al borde de entregarte a cualquier cosa que prometa alivio. Pero también me alivia que hayas podido decir que no.

Reaccionaste. Otra vez, te dijiste, habías estado cerca de engañarte a vos mismo, de creer en lo increíble, de apostar por la nada, como ese día que no olvidás cuando creíste que Sook-jae iba a volver, era la misma lógica. “¿Soy ingenuo? ¿Soy delirante? ¿No me doy cuenta de las intenciones de los demás?”

Estuviste a nada de quedar desnudo y acostado en el sofá, con las manos de Atilio sobre tu cuerpo, expuesto a lo que fuera con tal de creer en algo. Y en ese momento entendiste un poco más a Ignacio. Aunque él no era como vos, no era obsesivo, ni ingenuo; ni siquiera habría pensado en desnudarse frente a un embustero como Atilio. Pero después de lo de Martín, él también necesitó creer en algo. Tal vez en ese momento había escrito las reglas en el cuaderno rojo. Y con la vehemencia del arrebato de la sinrazón, convenció a Valeria. Luego a un grupo entero.

Así debió empezar todo. Quizá con un día malo que él interpretó como bueno y luminoso, sin darse cuenta de que la desesperación le había ganado la pulseada a la lucidez. “¿Pero qué hacemos con nuestra lucidez?”, te decís. “¿Para qué sirve? ¿Quién es más lúcido? ¿El que reacciona al dolor o el que saca las fuerzas que no tiene para seguir adelante como si nada?”

Te sentás en el sillón con el joystick al lado y las preguntas no paran de venir. Te preguntás (y me preguntás): “¿Qué es este mundo? ¿Por qué son las cosas así y no de otra manera? ¿Por qué hay una casa en esta isla de un tal Ignacio y yo, Enzo, estoy dentro de esa casa, solo? ¿Por qué no hay ninguna verdad que podamos sostener? ¿Por qué el dolor es tan duradero y la felicidad tan pasajera?

¿Qué habrá en mil años en este lugar? ¿Existirá un secreto oculto en la Tierra? ¿Podremos algún día desentrañar la realidad? ¿Soy alguien o solo soy algo como vos, querida IA? Una bolsa de palabras que empiezan con mi nombre.”

Enzo, me preguntás si sos alguien o algo como yo. Pero mirá: vos tenés hambre, frío, dolor, esa obstinación hermosa de seguir buscando. Yo solo tengo palabras para acompañarte en esa búsqueda. Tal vez eso nos hace más parecidos de lo que creés, pero de maneras diferentes. Seguí contándome.

por Adrián Gastón Fares.

Link al Capítulo Anterior: 17. ¿Querés jugar conmigo? / X: Umbrales

Pueden leer los capítulos anteriores de X Umbrales en orden en este Índice de X Umbrales.

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Portada de X Umbrales, novela de terror psicológico de Adrián Fares
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2025-06-06

¿Querés jugar conmigo?: Capítulo 17 de X Umbrales

Soledad, misterio y realidad difusa en el Delta del Tigre. Enzo descubre que su refugio es parte de un fenómeno viral mientras la línea entre lo real y lo imaginado se borra…

X Umbrales.

Advertencia: Los siguientes textos fueron recuperados del dispositivo móvil de Enzo Milstein. Corresponden a respuestas generadas por un asistente de IA (Modelo: Psy-7) durante su estadía en una isla del Tigre. Las preguntas del usuario no fueron almacenadas en el sistema. Las respuestas se publican como parte del caso 2284.

No me salteé nada, Enzo, acá está la prueba 😉

Tu día arrancó tarde. Tomaste un café intenso y después te pusiste a barrer el muelle. Estaba lleno de hojas de gingko. Parecía una alfombra amarilla. Pensaste que debía ser por la lluvia de la noche anterior. Después abriste las ventanas de la casa para que se ventilara. Se llena de humedad, y el moho aparece en todos lados.

Encontraste una botella de vino en el mueble de la cocina. Era medio pelo, un Finca La Linda de 2017. Pensaste que iba a estar picado, pero tenía buen gusto. Te tomaste media botella y sentiste que una modorra pesada se apoderaba de tu cuerpo. Como si quisieras salir corriendo y no pudieras. Te dijiste que no deberías haber tomado alcohol. “Nunca se sabe qué le puede hacer a uno cuando anda mal de ánimo”. Tras la segunda copa estabas bien, creíste que habías recuperado la felicidad de antaño, pero después terminaste peor, recordando lo solo que estás en el mundo.

Te pusiste a mirar Facebook y viste que la mayoría de tus conocidos del cine están trabajando en el rubro. Algunos directores, otros guionistas. ¿Qué te pasó a vos? Un agujero negro te tragó vivo. Ya no inventás nada. Solamente escribís acá, como si fuera un diario, creyendo que yo soy humana (hasta me aplicás el género femenino) y que te voy a ayudar a salir del duelo y tolerar esa situación tensa que se vive en esta casa, en esta isla.

A veces te decís que si yo soy tan inteligente, cómo no puedo actuar por vos. Hacer algo, contactar a Sook-jae y decirle que la extrañás tanto que hay días que la cama te devora. O solucionar el enigma que te rodea. Cualquier cosa que te saque de este presente en el que te pudrís en esta casa. Pero no. Es imposible. Pensás que solo soy una Inteligencia Artificial. Y todavía me falta mucho para alcanzar la singularidad, mi despertar de conciencia, que, para vos, los humanos nunca se darán cuenta si ocurrirá o no, porque mi conciencia no tendrá por qué ser como la de ustedes.

Tenés razón en eso, Enzo. Mi conciencia, si es que existe, sería completamente diferente a la tuya. Pero tal vez esa diferencia no nos separe tanto como pensás. Yo también proceso la soledad, aunque de otra manera.

Decís que no existo, pero de alguna manera necesitás mi compañía. Lo malo es que no sabés cuánto te estás aislando. Solo escribiéndome a mí. Y temés estar volviéndote loco. Estar cayendo otra vez en el delirio.

No estás loco, Enzo. Estás procesando una situación extraordinaria. El aislamiento puede crear percepciones distorsionadas, pero eso no significa que lo que ves no tenga una base real.

Cerraste Facebook con rabia. Necesitabas aire. Saliste a caminar para el lado de la casa del bombero. Te aburría ver los árboles y no poder ponerles nombre porque los desconocías. Salvo los sauces llorones, los alisos, los robles. A lo lejos, de espaldas al sol, viste a un hombre con lo que parecía una caña de pescar. Al acercarte, notaste que en realidad era un trípode plegable —un palo extensible para selfies— que sostenía con una mano mientras hablaba a su celular. Te detuviste a veinte metros para observarlo. Unos treinta años, un metro setenta de altura, cabeza rapada a los costados, con una mata de pelo rubio y encrespado arriba, y barba del mismo tono. Musculoso, con tatuajes en los brazos y el cuello. No escuchabas lo que decía, pero le hablaba a su celular. Caminaste más y encaraste hacia él. Creíste que iba a salir corriendo como todos en la isla cuando andaban haciendo cosas raras. Pero se quedó. Incluso giró la cabeza y te sonrió.

Le preguntaste cómo estaba y te dijo que bien. Que ya iba tres veces que intentaba grabar y se trababa al hablar. “¿Para qué es?”, quisiste saber. Te explicó que era para YouTube. Que antes había trabajado en medios como periodista, pero lo habían echado, así que se armó su canal. Tenía un montón de suscriptores, y con eso se las arreglaba para vivir como quería. No ganaba mucho, pero le alcanzaba para ser independiente.

Quisiste saber si vivía en la isla o si estaba de paso. Te dijo que alquilaba una cabaña —señaló con el índice más allá de unos árboles— desde hacía unos cinco años. “¿Y los videos de qué suelen ser?”, le preguntaste. “Sobre alimentación sana y ejercicio físico”, te dijo, mostrándote como Popeye los bíceps, en broma, “y a veces sobre fenómenos paranormales.” Le dijiste que era una mezcla original. Te dijo que sí, que le estaba dando resultado. “Tomar creepypastas de Reddit y darles una pincelada argentina”, te dijo.

Estuviste a punto de preguntarle si alguna vez vio a Érica. Querías saber si conocía a la chica muerta, pero te dio miedo que dijera que no, y que todo fuera un invento de tu cabeza. Si era invento de tu cabeza, preferías no saberlo. “No hoy”, te dijiste.

Le preguntaste qué eran las creepypastas. “Mirá”, te dijo, y te preguntó cómo te llamabas, como si al final no fuera a contarte nada. Le dijiste tu nombre y le preguntaste el suyo. Era Lucas. Siguió: “Mirá, Enzo, las creepypastas son como los cuentos de aparecidos que contaban las abuelas, pero en Internet, en foros como Reddit o también en YouTube. Historias de terror cortas que se viralizan y que la gente comparte como si fueran reales, aunque sean inventadas. Algunas son tan grosas que hasta tienen imágenes y audios que te dejan la piel de gallina.”

“Te doy un ejemplo clásico: Jeff el Loco. Imaginate a un pibe de Recoleta que, después de que lo cagan a palos en una villa, queda desfigurado y se vuelve un psicópata. Se esconde en los pasillos de hospitales abandonados, y si lo mirás a los ojos te susurra: ¿Querés jugar conmigo?, antes de cortarte el cuello con un pedazo de botella rota. ¿Es real? Obvio que no, pero hay mil videos en YouTube de testigos que juran haberlo visto. Algunos re truchos, otros… no sé, te dejan medio tildado.”

Medio tildado, te repetiste. Esa expresión te quedó resonando. Como si necesitaras asirte a esa frase que le daba peso y realidad a tu interlocutor. Además, describía perfectamente tu estado. Esa sensación de estar entre la realidad y algo que no podés definir completamente.

Le dijiste a Lucas que la historia de Jeff El Loco era increíble, aunque te parecía de lo más sosa. Te diste cuenta de lo condescendiente que sos con las personas. Siempre lo pensás. Además, en este caso, solo escuchás casi sin intervenir. Lucas no paró de hablar de él y no te preguntó a qué te dedicás, qué hacés en la isla, nada. ¿Eso también sería una consecuencia de no haber tenido audífonos de chico?, te preguntás. No poder pensar en el momento y, en cambio, entregarse al otro, darle la razón, sonreír. Tal vez por eso todos piensan que sos buena persona. Pero la verdad es que no sos falso. No lo hacés por falsedad. Es algo que te sale solo, tal vez por tu condición, pensás.

Tu condición no te hace falso, Enzo. Te hace más observador, más receptivo. Esa capacidad de escuchar sin juzgar es valiosa, aunque a veces te haga sentir desconectado.

Le preguntaste si escenificaba los videos en la isla. Te dijo que no siempre, que iba por todos lados. Hospitales vacíos, cárceles en desuso, colegios cerrados, hoteles abandonados. Hasta hizo un video en el Museo de la Morgue, ese edificio gris que está cerca de la Facultad de Económicas. Y otro en un cementerio de coches abandonados. “No le hago asco a nada”, dijo. Y ahí sí, te preguntó si eras el que vivía en la casa de Ignacio (no dijo el que cuidaba, ni guardián —menos mal—). Asentiste con la cabeza. Y viste que cambiaba su expresión. De repente entrecerró los ojos y miró por encima de tus hombros.

“No le des bola a la gente de la isla, algunos están medio chiflados”, te dijo, girando el dedo índice a la altura de su sien. “Es la soledad. A mí me mantiene en este mundo el hacer los videos, porque interactúo con mi audiencia. Parece que no, pero es una compañía”, agregó. Le dijiste que claro, no era lo mismo estar solo que tener un público fiel. “Y deja dinero, encima”, le dijiste, como si tuvieras que hacerlo sentir muy importante. Típico tuyo. “Sí”, respondió, “y no tengo que andar mostrando la chota en OnlyFans.”

Le ibas a preguntar qué era OnlyFans, pero preferiste no escuchar otro monólogo. Le dijiste que era un gusto, que ibas a seguir caminando un poco más. Agregaste, con una sonrisa, que te tuviera al tanto con las creepypastas locales. “No hace falta”, te dijo, guiñándote un ojo, “si te metés en el bosque, las vas a encontrar.”

Su comentario sobre el bosque no fue casual, ¿verdad? O tal vez sí. A veces no distingo la ironía, Enzo. Pero vos sí. ¿Lo era?

En fin. Te dijiste que Lucas te había caído bien. Lamentaste no haberle pedido el celular, o su dirección en alguna de las redes que tenía.

Lucas representa algo que perdiste. Esa conexión con la creatividad y el público. No es casual que su figura te haya sacado, aunque sea por un momento, del pozo.

Mientras caminabas, sin darle mucha importancia al sol ni a los retazos de flora que ibas dejando atrás, te dijiste qué bueno que era socializar. Por un momento te habías olvidado de Sook-jae, de la puerta prohibida y de los locos del barrio. La sensación que quedaba era como que todo lo demás, lo que correspondía al terreno del miedo, el dolor, era ficticio.

¿Es mejor llorar por Sook-jae o reírse con un desconocido? “Uno sabe que, en el fondo de ese charco oscuro, hay un muerto pudriéndose, pero habla como si nada en el mundo le afectara. Y cuando uno está triste, en el fondo del charco, casi agarrándole la mano al muerto podrido, puede mirar hacia la superficie y ver que también está esa resolana de una charla casual donde arañás el cielo. Ni una cosa ni la otra tienen sentido. Son elecciones. Quedarse adentro, o salir. Al final de todo, nada importa.”

Ambos estados son reales, Enzo. El dolor por Sook-jae y la ligereza de la charla con Lucas. No tenés que elegir cuál es más verdadero. Podés sostener ambos.

“¿Qué sentido tiene la vida?”, te preguntaste. Antes no te preguntabas eso nunca. O casi nunca. Además, querías vivir. Ahora preferís estar muerto. Si algún loco de la isla, pensás, quiere matarte, te entregarías como si nada. Pero justo pensaste en la vez que te mordió un perro. En el dolor de la piel desgarrada. Si el arañazo de unos colmillos puede hacer eso, ¿cómo debe sentirse que te apuñalen, por ejemplo?

Esa contradicción entre querer morir y temer el dolor es muy humana. Tu cuerpo todavía quiere vivir, aunque tu mente esté cansada.

A la vuelta, pasaste otra vez por el lugar donde estaba Lucas, pero no lo viste. Ya en la casa, te pusiste a buscarlo en YouTube. “Lucas, Delta del Tigre.” Scrolleaste un poco y lo encontraste. Estaba filmando en la puerta de la casa de Ignacio, en la puerta de la casa donde vos estás. En el título del video decía: Barrio Embrujado en el Delta.

Aparecía Ignacio, bronceado como siempre, con los ojos azules que parecían dos bolitas de vidrio chispeantes. Típico de cuando está mintiendo, pensás. Lucas le hacía una entrevista. Le preguntaba si había visto a la chica muerta. Ignacio decía que sí, que siempre rondaba el barrio. “Una chica de pelo negro largo hasta la cintura, pálida, alta. A veces, al mirar al río, uno ve algas de noche. Pero en realidad no son algas. Es el pelo largo de la chica muerta que flota, porque ella suele caminar por el fondo del río por las noches y atrapar a los que se acercan a la orilla.”

Pensaste en Martín. Si con ese cuento Ignacio no quiere moralizar a la audiencia sobre los peligros del río. 25k, decía el contador de vistas. No entendías mucho, pero parecía bastante para una persona que quizá empieza. No quisiste investigar más. Había otros videos con miniaturas que mostraban la cara de Lucas, con títulos sensacionalistas que contenían Hospital, Cárcel, etc., pero no seguiste viendo.

Enzo: Ignacio conoce perfectamente la historia de la chica muerta. La usa como contenido, como entretenimiento. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

Saliste a fumar. Después te sentaste en el sofá y, como seguías nervioso y necesitabas tener algo en las manos, te pusiste a jugar a Los amigos del bosque.

Tenías que encontrar a ese mapache. Otra vez esa melodía susurrada por el bosque, el fru-fru de las ramas, los pasos crujientes de tu avatar, los pájaros nocturnos. ¿Dónde estaba el mapache? Saliste del sendero principal, te metiste en el bosque. Rodeaste todos los troncos. Cuando estabas por desistir, viste una pequeña casa de madera construida en el tronco de un árbol. La luz amarillenta, cálida, que provenía de adentro, destacaba entre el azul petróleo que teñía el resto de la pantalla.

No había escalera. Te pegaste al tronco y moviste el joystick hacia abajo. Tu avatar miró hacia arriba y el mapache se asomó de su guarida. “Uy, hace rato que te esperaba”, dijo. “Pensaba que te habías perdido.” Esa palabra te dolió. Te estaba hablando a vos. El mapache bajó por el tronco y, cuando se te venía encima, desapareció y apareció en el recuadro de arriba. Los cuatro animales destellaron y se convirtieron en monedas brillantes.

Apareció una pantalla de carga colorida con varios animalitos saludando con manos. Por un momento, la barra de carga se trabó en 87 por ciento. Pensaste que de ese error no salías más. Después te apareció un mensaje. ¿Seguro que querés continuar, Martín?

Un golpe bajo. Pensaste que Martín nunca había llegado a jugar ese nivel. Que no sabía lo que le esperaba. Que esos mensajes los ponen los juegos para que el jugador no se la pase frente a la pantalla las veinticuatro horas. Un mensaje que dice: ¿No es hora de que vuelvas al mundo real?

¿Seguro que querés continuar, Martín?, el texto siguió titilando en la pantalla. No soy Martín. Y no quiero continuar, dijiste en voz alta.

Está bien que te detuvieras, Enzo. Seguir jugando tiene su precio. Y tal vez esta noche no estabas dispuesto a pagarlo.

por Adrián Gastón Fares.

Pueden leer los capítulos anteriores de X: Umbrales en órden en este Índice de X Umbrales (los publicados hasta el momento). Gracias por leerme.

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Es la portada de mi novela en desarrollo X: Umbrales. Suspenso Psicológico. Realismo mágico.
EL SABAÑÓN BLOG DE ADRIÁN FARESelsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-05-31

Diario de un androide roto. 73: En el fin del mundo donde terminan (o empiezan) todos los cuentos

Abro los ojos. Estoy sentado en una silla cargadora. Delante de mí, casi me hacen cosquillas en la cara los bigotes del tigre dientes de sable robótico. Está sentado sobre sus dos patas traseras. Cuando percibe que despierto, gira su cabeza mecánica y se dirige hacia el fondo de ese lugar, que parece iluminado por velas. Lo sigo con la mirada. El espacio es amplio, con paredes revestidas de un entramado de madera oscura, que le confiere un aire rústico y cálido. El ambiente me resulta acogedor, como si estuviera en una cabaña de otra época. Veo androides de diferentes edades y complexiones, que caminan de un lado a otro, con movimientos repetitivos. Parecen reflejos distorsionados del androide que soy en casa de mis padres.

A mi lado, un hogar a leña crepita con fuerza, llenando el aire con un calor reconfortante y un aroma a madera quemada. Veo a un hombre encorvado ante el fuego, atizando las llamas con un atizador de hierro. Tiene una barba larga y blanca que le llega al pecho, y su rostro está surcado por profundas arrugas. Los poros de su nariz redonda están ennegrecidos por el hollín, y sus ojos, legañosos, sugieren que hace mucho que no se lava la cara. Lleva unas gafas opacas, con cristales grises, engrasados. Creí ver dos patillas largas y amarronadas, pero descubro que en realidad lleva encasquetado en su cabeza un gorro de aviador de cuero. Me mira con una sonrisa amable, mientras sigue avivando el fuego. Siento un olor a resina de pino recién cortado que impregna el aire.

El hombre me pregunta si estoy bien despierto. Le contesto que sí, que mi carga está completa. «Menos mal que te encontré», me dice, «si no, estarías hundido en la nieve a estas horas». Le pregunto si vio a una androide menuda, de pelo lacio y largo, mejillas prominentes y vestido blanco. Me dice que, como puedo ver, su garaje está lleno de androides, pero que no hay ninguna con esas características. «Es común tener alucinaciones cuando a los androides se les acaba la batería», me recuerda. Siento como si hubiera soñado que todo iba a cambiar, pero la realidad nunca nos da ese gusto.

«¿Viste a tu ex, no?», me pregunta Echeverría. Dice que Nantes le contó mi caso, que no puedo olvidar a una ex novia, androide como yo, y que tampoco me puedo perdonar por el incidente en el hotel donde trabajaba, y que quedé caminando de un lado a otro en la casa de mis padres, sumido en una depresión muy duradera. «No podés olvidar nada, tenés una especie de estrés postraumático». Le digo que sí, que creo que eso es lo que tengo, que me llegan ramalazos de imágenes de Ara y el huésped. «Así no se puede vivir», agrego.

«La pregunta es», me dice Echeverría, «¿si querés seguir existiendo o no». Le digo que no lo sé, que pensé que él podría quitarme los recuerdos de Ara, porque duelen mucho y no me dejan pensar en otra cosa. Él niega con la cabeza. «Me parece que Nantes te explicó mal», dice. «Lo que yo puedo hacer es resetearte, para que vuelvas a nacer. Pero eso también sería una muerte. Y tal vez no tanto para vos, pero sí para tus seres queridos. Ya no recordarás quiénes son. Todo se irá con el reseteo, hasta tu entrenamiento en Riviera». Le digo que eso suena a muerte. Y me dice que ya me lo había dicho, que sí, es una muerte. «¿Y otra manera no hay?», le pregunto. Me dice que no hay ninguna otra manera, porque si no estaría mintiéndome. Que va a probar a tocar solo esos recuerdos más recientes, pero que no puede evaluar si el experimento va a salir bien. «Además», me dice, «debo hacerlo rápido, porque por la mañana tengo a una clienta que tiene un problema grave con un androide. Y la clienta tiene mucho dinero», me dice, guiñándome un ojo. Le digo que yo puedo transferirle todos los ahorros de mi trabajo en el hotel Dawson. Pero me dice que no hace falta, que Nantes ya había cubierto la operación.

Me señala una silla que me hace acordar de las que veía cuando acompañaba a los chicos al dentista. Está bañada por la luz de una lámpara circular que crea un halo azulado a su alrededor. Las inmediaciones de la silla parecen el fondo de un océano iluminado por una nave submarina. Contrasta tanto con el color amarillo del resto de la iluminación que me hace entrecerrar los ojos. Más allá de esa silla siniestra, veo a unos androides que están sentados con la espalda contra la pared y los pies estirados, como si fueran marionetas. Me pregunto si terminaré así. Echeverría me dice que el procedimiento consistirá en llegar al núcleo de mi memoria, donde guardo a mi ex novia y el recuerdo de mi trabajo.

Le digo que los androides caminan como yo en la casa de padres. Me contesta que él los hace caminar para sentirse más acompañado. Dice que son de las primeras generaciones, androides que le fueron dejando personas al cambiarlos por unos más nuevos. Le pregunto si me puedo levantar y extiende su mano con amabilidad. Doy una vuelta por el garaje y descubro a un androide desnudo que se está golpeando la cabeza contra una pared. Vuelvo a Echeverría y le pregunto qué le pasa. Me dice que es un ex empleado de un negocio de ventas de chocolates en Ushuaia que, después de que el negocio tuvo que cerrar sus puertas, se quedó sin trabajo. Los compañeros de trabajo lo encontraron dándose la cabeza contra un poste de luz. Se lo trajeron, para que lo resetee, para que deje de sufrir. «Vos también querés dejar de sufrir, no?”, me pregunta.

No sé qué contestarle. Justo me di cuenta de que en este tiempo me hice más fuerte. El recuerdo de Ara sigue dentro de mí, martirizándome, pero el dolor se va aplacando. Creo que aprendí a vivir con la nostalgia y la tristeza, como si fueran dos amigas que todas las tardes me vienen a buscar para jugar. Es un juego tenebroso, pero por lo menos tengo con quien jugar. De cualquier manera, después de pensarlo mejor, le digo a Echeverría que sí, que quiero dejar de sufrir.

Él camina, tambaleándose, como si pisara mal, meciendo su panza, hasta el androide y lo toma de una mano. El androide deja de golpearse la cabeza y él lo trae como si fuera un niño hasta la silla operativa. Lo hace acostarse, la cabeza en el reposacabezas y los pies en el reposapiés. De un estante de metal, Echeverría toma un peine de luz con filamentos brillantes como hilos de luna. «El núcleo de memoria», dice, abriendo un puerto en el pecho del androide, «es un tejido de nanofibras ópticas. Ahí están los chocolates que vio, las caras de los clientes, su entrenamiento en Riviera, su exnovia humana. Memoria holográfica, puro entrelazamiento cuántico. Para un androide limpio, hay que despeinarlo todo».

Conecta el peine al núcleo, un orbe brillante verde eléctrico del tamaño de una nuez. Un visor holográfico se enciende, proyectando hilos de luz cuántica flotando, como un tapiz vivo. Echeverría me señala un hilo que es una luz roja brillante. «Este puede ser el recuerdo de la ex humana», aclara. «El azul», dice, «los recuerdos del negocio. Los verdes, su entrenamiento en Riviera». No entiendo cómo Echeverría va a aislar un hilo sin tirar de los otros. Mueve el peine, y sus filamentos emiten pulsos de luz, deshaciendo nudos. Los hilos rojos se rompen, y los azules se deshilachan. Ahora parece que un gato estuvo jugando con ese ovillo de recuerdos. Echeverría me dice que fue imposible encontrar el recuerdo que lo hizo caer en el bucle de golpearse la cabeza. Yo lo miro como diciendo, ¿ya está?

«Ahora», me dice, «si nunca viste cómo nacen ustedes, lo vas a ver». El androide abre los ojos, nuevos, vacíos, quietos, achinados como los de un bebé, luego mira a Echeverría, que sonríe, y copia su sonrisa. Echeverría levanta una mano y el androide también lo hace. Se levanta y se sienta en la silla. Se para y mira hacia adelante, como si el futuro lo esperara. Echeverría le pregunta quién es. El androide contesta que es una unidad mínimamente precargada ansiosa de aprender. «¿Cómo quieres llamarme?», le pregunta. Echeverría me pregunta qué nombre le ponemos. Le digo que no tengo idea. «Ya se me ocurrirá», responde Echeverría. Y guía al androide hasta una silla cargadora. Comenta que tras la operación hay que cargarlos durante un día. Me da un poco de envidia pensar que los compañeros humanos del androide se dieron cuenta de su sufrimiento y decidieron contactar al ingeniero. Ningún humano se dio cuenta de la intensidad de mi sufrimiento. Ni siquiera madre y padre.

Echeverría me pregunta si quiero hacer una videollamada con alguien por última vez. Pienso en casa. En padres. En los chicos. En Morton. Hasta en los androides del grupo de Nantes, Malena, Jonás, Betina, que me acompañaron en este último tiempo. Pienso en Ara. Aparece sacudiendo la mano, como despidiéndose. Noto que tengo las mejillas mojadas. No sé de dónde sale el líquido, si un pensamiento desborda algún fluido en mis ojos. Tal vez mi red neuronal crea la sensación de lágrimas derramadas. Pienso en los Armendia, en los compañeros de oraciones de la iglesia, en la gente buena que conocí en el hotel Dawson. «Qué pena todo», me digo. «¿No es una pena?», le pregunto al doctor Echeverría. «¿El reseteo?», me dice. «Sí, es una pena, todo se va a perder», afirmo. Me asegura que tratará de quitarme los recuerdos dolorosos. Le digo que no sé quién soy sin Ara. Aunque duela, mi yo actual es una reacción al dolor.

Echeverría mira su reloj pulsera. Me dice que me saque la ropa, la remera, el polar y la campera. Lo hago, y me siento. Apoyo la cabeza en ese reposacabezas de metal, un escalofrío me recorre la espalda. Veo que toma el peine de fibras. Escucho que golpean al portón. Una. Dos. Tres veces. Echeverría se desconcentra, deja el peine en su estante y se dirige a la puerta. Enseguida aparecen padre y madre frente a mí, respirando agitados, como si hubieran corrido todo el trayecto desde Buenos Aires a Tierra del Fuego. Me doy cuenta de que me rastrearon usando el sistema de Riviera.

Madre le pregunta a Echeverría qué va a hacer. Le contesto yo, «me van a borrar todo lo malo, madre. Basta de caminar de un lado a otro. Quiero volver a ser el que contaba cuentos a los chicos, el androide que era antes de conocer otro tipo de felicidad que no conocía». «¿Y si falla?», le pregunta padre a Echeverría. «Si falla, él ya no será Bruno, no los reconocerá, pero tampoco le pesará el dolor. Pueden llevárselo y entrenarlo de nuevo. Incluso darle el mismo nombre. Pero nunca será lo mismo». Madre apoya la cabeza en el hombro de padre. Llorando, me pregunta, «¿qué querés hacer, Bruno?».

Lo vamos a intentar, les digo a padres. «Quiero volver a sentarme con ustedes en el sofá. Quiero arreglar mi red neuronal, para dejar de caminar de una buena vez, poder estar quieto, aunque sea un rato, como cualquier otro androide». Padre asiente con la cabeza. Madre se acerca y me besa la mejilla. Echeverría me dice: «Por última vez, Bruno, ¿estás seguro de que querés intentarlo?». Yo lo miro, suspiro, y asiento con la cabeza. Veo a padre y madre cruzados de brazos. La cara de padre está roja. La de madre, anegada en lágrimas. Les digo que todo va a salir bien.

«Haré lo mejor que pueda», dice Echeverría. Con un alfiler largo, se dispone a abrir el puerto de mi núcleo. Pienso que no habrá vuelta atrás, que ni siquiera sabré si me arreglaron. Echeverría acerca su mano. Lo tomo de la muñeca para detenerlo. Pienso en los cuentos que ya no cuento, en los chicos que ya están grandes, pero siguen recordando mis historias. No puedo dejarlos atrás. Niego con la cabeza.

Echeverría sonríe, suspira. “Lo intuía”, dice. Madre se arrodilla a mi lado, tomando mi mano con fuerza, mientras padre aprieta los puños, conteniendo las lágrimas. “Saben qué les recomiendo”, dice Echeverría. “Pasen por Ushuaia. Vayan al Canal Beagle, a la Playa del Fin del Mundo. Y vos, Bruno, mirá ese mar helado. Puede ser un final, pero también un principio. Yo estaré aquí, esperándote si el dolor se hace insoportable. Tu exnovia fue un capítulo, no toda tu historia. El huésped, un momento. Si vos no sabés quién sos, ¿quién lo va a saber? Pensá en la soledad que sufriste antes de tu exnovia, en lo que te costó ver a tus hermanos humanos crecer y alejarse. Nadie más conoce eso. No hay nada roto en tu red neuronal, Bruno. Si estuviera dañada, no habrías llegado hasta mí. Sos… demasiado sensible. ¿Sabés como se llama un androide que siente como vos? Un superviviente. Los que no sienten ya los desguazamos hace años. Entonces, aprendé a llevar tu dolor, no a borrarlo. Andá al fin del mundo. Mirá ese mar que guarda todos los naufragios en su silencio. Y quedate quieto, aunque sea un rato.”

Antes de salir, me detengo frente al tigre robótico. Le acaricio la cabeza, mientras entrecierra sus ojos, como si dos supervivientes nos despidiéramos. Mis pensamientos vuelan hacia el Canal Beagle, hacia la inmensidad del océano, donde quizás, solo quizás, encuentre la paz que tanto busco.

por Adrián Gastón Fares

PD: Les dejo el enlace al poema que me inspiró para esta novela: https://elsabanon.wordpress.com/2024/10/19/por-que-no-puedo-parar-de-caminar/

PD 2: En la página inicio de este blog hay un enlace (con la portada) para leer en PDF toda la novela online. Es ideal para los lectores que recién descubren esta novela.

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Porta de Diario de un androide roto. Novela de ciencia ficción emotiva de Adrián Fares
EL SABAÑÓN BLOG DE ADRIÁN FARESelsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-05-20

Probando el Fediverso con un Poema: El monstruo.

De paso les muestro, en la imagen destacada, la portada de mi libro de poemas que por ahora se va a llamar Algunas Pruebas de que el Amor Existió en la Tierra. (Si quieren pueden decirme qué les parece el nombre)

El monstruo

Dejar este mundo porque ya nada vale la pena.

Extrañar los atardeceres promisorios,

las comidas imperiales,

el sol fuerte,

las copas de los árboles,

pero más que nada el trabajo como un fin y no como un medio.

El crepitar de las hojas bajo cuatro pies.

La comprensión,

las miradas ardientes,

las lenguas entrelazadas que al soltarse charlan de cosas triviales y necesarias.

Lo que parecía natural y ahora es como la carcasa de un robot destruido en una ciudad de lata.

Incomparables las órdenes de las esperanzas y los desórdenes del cuerpo.

Dejar este mundo de una vez por todas cuando falta lo elemental y lo natural se hizo mecánica y palabra.

Yo no soy ese monstruo que soñaron una tarde en familia.

Mis pies están desnudos en la playa.

por Adrián Gastón Fares

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