Relato “David y Clara: Dos caras del sistema”
El aliento de David empañaba el cristal frío por un instante, antes de que el vaho se disipara y le devolviera el reflejo de su propio cansancio. Era 28 de noviembre, y fuera, y fuera en la ciudad hervía por esta americanada que se ha convertido en una verdadera plaga, el dichoso Black Friday. Dentro de una megatienda que se llama “Bazar Global”, el mundo se redujo a un calvario de lucecitas fluorescentes, el chirrido insoportable de las cajas registradas y una marea humana que rugía, codiciosa, cada vez que un empleado abría una caja con un nuevo artilugo de “oferta”.
- ¡Por favor! Formen la fila ¡No empujen, por favor! gracias – gritaba David, con una voz que no sentía que era el, que sólo era un instrumento mas de esa megatienda.
Sus pies ardían, llevaba la friolera de doce horas seguidas de pie, desviando la avalancha, respondiendo con sonrisa forzada preguntas idiotas de clientes impertinentes, sonriendo cuando otros clientes impertinentes le rugían en la cara. La explotación no era solo un concepto; era un dolor lumbar sordo, una sequedad en la garganta y la sombra constante de la presión sindical. El Sindicato convocó una asamblea para el lunes. Los pasquines, pegados con descuido en el tablón de anuncios de la sala de personal, hablaban de “lucha contra la precariedad” y “condiciones abusivas”. David los leyó con mezcla de esperanza y hastío.. Más reuniones, mas palabras, más riesgo de que, al final, a él, el último en entrar, lo echaran como a un trapo sucio. El miedo era un grillete bien ajustado.
A través de las puertas de vidrio automáticas, cada vez que se abrían para tragar o expulsar clientes, llegaba un rumor diferente. No era el caos consumista, sino algo más ordenado, más calmado. Una melodía tenue de guitarra y varias voces cantando consignas. Y allí, en la acera de enfrente, bajo la tenue luz del atardecer otoñal, estaba Clara.
Con un termo de café caliente en una mano y una pila de folletos en la otra, Clara repartía sonrisas y panfletos que proclamaban: «Tu compra tiene consecuencias. Consumo Responsable». Su protesta era un dique de paz contra el torrente de deseo compulsivo. Mientras dentro la gente se peleaba por una televisión de pantalla plana, fuera, Clara y su pequeño grupo hablaban de huella de carbono, de explotación laboral en fábricas lejanas, de la tiranía de la moda rápida. Su calma era un acto de rebeldía.
—No compre su infelicidad. Recupere su tiempo —le decía a un chico que salía con una bolsa enorme, quien la miró con desdén antes de encender un cigarrillo.
El día se deslizó, lento y pesado para David, ligero y significativo para Clara. Dentro, el sistema se exhibía en su fase más depredadora: empleados exhaustos alimentando el ansia de compradores insatisfechos. Fuera, el sistema era cuestionado con argumentos serenos y firmeza. Dos mundos separados por unas puertas de vidrio.
Fue al final de la jornada, cuando David, con la espalda hecha un nudo y el uniforme oliendo a sudor y desinfección, salió por la puerta de empleados. El aire frío de la noche le golpeó el rostro como una bendición. Dio un rodeo para evitar el gentío de la entrada principal y se encontró, de pronto, con el puesto de protesta que estaban desmontando.
Clara, enrollando una pancarta, alzó la vista. Sus miradas se cruzaron. En los ojos de David, ella vio una fatiga tan profunda que era como un pozo sin fondo. En los de Clara, él vio una lucidez que le resultó casi dolorosa. Por un segundo, ese cruce breve y silencioso, todo el ruido del Black Friday se desvaneció.
—Toma. Para el frío —dijo Clara, tendiéndole uno de los folletos que le quedaban.
David lo cogió con torpeza, sus dedos entumecidos rozaron los suyos. «¿Quién consume a quién?», decía el título.
—Gracias —murmuró él, sin saber muy bien por qué.
Ella asintió con una sonrisa triste y siguió con su tarea. David echó a andar, el folleto arrugado en el bolsillo de su chaqueta. Caminó entre la gente que salía de la tienda, cargada de bolsas, con esa euforia vacía y postiza en los ojos. Y entonces lo entendió. La ironía más amarga no era la diferencia entre ellos, Clara y él, la protesta y la explotación. La ironía era que ambos, desde lados opuestos de la misma moneda, estaban atrapados en el mismo sistema. Ella, tratando de sanar desde fuera una enfermedad que él sufría por dentro. El comprador compulsivo que ansiaba llenar un vacío con objetos, y el empleado explotado que vendía su tiempo para sobrevivir, eran dos caras de la misma maquinaria.
Miró hacia atrás, hacia la fachada iluminada de «Bazar Global», un faro de un consumismo desquiciado. Luego, hacia la figura de Clara, que ya se perdía en la distancia, cargando sus pancartas como si fueran el estandarte de un mundo más sensato.
Se metió la mano en el bolsillo, sintió el papel del folleto. Por primera vez en todo el día, en medio del agotamiento y la desesperanza, sintió un destello de claridad. Una calma reflexiva, prestada, que se colaba entre las grietas de su jornada agotadora. Ambos estaban atrapados, sí. Pero quizás, solo quizás, entender esa trampa era el primer paso para encontrar, juntos, la salida.
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