La semilla había crecido sana y resguardada dentro de su caparazón, hasta que estuvo preparada para salir a la luz del sol y saludar al mundo. No había duda de que su posición en el árbol era privilegiada. Los rayos de luz la nutrían lo suficiente para que creciera, sin llegar a abrasarla. Pronto, la manzana se volvió lustrosa, grande y feliz, y su color pasó del amarillo pálido al rojo carmín.
Al mirar a sus hermanas, sentía compasión por ellas, pues se veían mucho más débiles y menguadas.
«Qué envidia deben de tenerme por no ocupar mi posición», se decía: «Pero es lógico que no haya sitio para todas».
—¡Hermosa manzana! —exclamó de repente una voz infantil. De un tirón, el niño arrancó la fruta, que colgaba muy cerca del suelo. Se la llevó a la boca y le pegó un bocado.
#microrrelatos