Sí. Mi pena es no poder decírselo ahora a algunas de esas profesoras y profesores que tuve (una minoría, pero luminosa). Ellos entendieron algo esencial: que educar no es repetir contenidos como una grabadora ni imponer verdades desde una posición de poder, sino un acto de generosidad, de humildad incluso. Supieron que enseñar es también aprender, y que cada aula puede ser un cruce de caminos donde coinciden inteligencias diversas, miradas únicas, mentes brillantes que a menudo pasan desapercibidas. Mentes que, por desgracia, muchas veces se pierden, se apagan, porque el sistema tiende a premiar la obediencia antes que la creatividad, la repetición antes que la reflexión, la mediocridad antes que la disidencia.
“El mejor profesor del mundo.”
Es exagerado, desmesurado, porque el mundo es enorme, diverso y está lleno de docentes brillantes, muchos mejores que yo.
Pero esto que alguien me dijo hoy no habla del mundo; habla de alguien para quien, en su mundo, lo he sido.
Y eso, para mí, es mi mayor aliento, un regalo, una bendición...
Es lo que da sentido a mi manera de ser, de enseñar —que no es perfecta ni pretende serlo— y que nace de un lugar sincero: de cómo me gustaba aprender cuando era estudiante, de cómo deseaba que alguien me acompañara en mi propio proceso de aprendizaje.
Y, sobre todo, nace de la convicción de que enseñar no es imponer autoridad ni reproducir jerarquías, sino compartir el conocimiento desde la humanidad, acompañar al otro para que descubra sus propias ideas, intercambiar reflexiones y seguir aprendiendo, también, de quienes tengo delante.
Si todo eso llega, aunque sea a una sola persona, ya es suficiente. Tocar un mundo puede ser el principio para cambiarlo todo.
Hoy me acuerdo de aquellas profesoras y profesores que me enseñaron a ser así, en el colegio, en el instituto y en la universidad. No fueron la mayoría, por desgracia, pero su influencia fue tan profunda que aún resuena en mí.
Fueron quienes no solo me transmitieron conocimientos, también quienes me mostraron el valor de escuchar, de acompañar, de cuestionar, de motivar, de empujar y de aprender juntos.
A ellos les debo mucho más que sus lecciones; les debo la inspiración para intentar ser buena persona y un docente honesto, como ellos lo fueron conmigo.
Dedicado a quienes me acompañaron y apoyaron en mi camino y, especialmente, a mi querida e inolvidable profesora Rita, en el Colegio Público Doblada de Vigo. Allí, contigo, siendo un canijo tímido de 6 años, empezó todo. Hoy, como un eco constante, vives en el jardín de mis recuerdos, floreciendo cada día. La mejor profesora del mundo.
