Autoayuda para muertos: sobre la repetición y el arte de aprender demasiado tarde
Un amigo, que insiste en que tengo una forma particular de ver las cosas, me viene diciendo hace tiempo que debería ayudar a los demás. No sé si lo dice porque cree que la pérdida auditiva que me diagnosticaron tardíamente me marcó y me hace diferente, o porque confunde algunas de mis incoherencias con ideas interesantes. Incluso me sugirió que me convirtiera en coach ontológico. Yo le contesté que si apenas puedo ayudarme a mí mismo, ¿cómo voy a ayudar a los demás?
Como me lo repitió tantas veces, algo de eso me quedó grabado. Empecé a pensar que la mirada de los otros puede, a veces, captar un ángulo nuestro que pasamos por alto. Siempre es mejor una fotografía que te saca otra persona que una selfie. El otro tiene la perspectiva que a uno le falta.
Así que, aunque nunca me detengo en las secciones de autoayuda de las librerías, empecé a preguntarme qué más podría aportar al mundo más allá de mis novelas, poesías y cuentos, que experimentan con las formas del terror psicológico, la ciencia ficción, el drama romántico y hasta el humor negro, con la intención de descubrir quiénes somos y dónde estamos parados.
Soy de los que se emocionan con un relato como «El nadador» de John Cheever y se lo recomendaría a todos sin poder definir su género. Por eso, no me gusta encasillarme ni definirme demasiado como escritor. Creo que son los demás —como mi amigo— los que terminan diciendo quién es uno y qué escribe.
Así que pensé en aportar algo a mis lectores. Y mientras hoy me ejercitaba en el gimnasio, para compensar las horas que paso sentado escribiendo, me acordé de la idea sobre la que me gustaría escribir: cómo aprendemos. O más precisamente, cómo aprendemos a través de la repetición.
LA TUMBA EQUIVOCADA
Equivocarse lleva tiempo. ¿Vale la pena equivocarse rápido? Sería lo ideal, pero tenemos nuestros ritmos internos. Casi nadie puede equivocarse a voluntad. Por ejemplo, si llegás tarde a un cementerio y te perdés, nunca encontrarás ese mismo día la tumba que buscabas. Los angelitos de piedra girarán sus cabezas para seguirnos con la mirada y se pasarán la voz: «Esta persona se perdió; cuando caiga la noche se va a desesperar».
Y así pasa. Recién cuando baja el sol nos damos cuenta de que la tumba que buscábamos estaba para el otro lado. Y el encargado ya viene a sacarnos a patadas porque tiene que cerrar la pesada verja de hierro. Así es equivocarse. Te consume todo el tiempo que tenías para ese intento. No hay atajos. Solo la frustración de saber que el día se terminó. Por más que al otro día vayas más temprano y encuentres la tumba, o más precisamente por ese éxito, no te das cuenta de que tenés una tendencia a ser despistado y que hay que tomar recaudos.
LAS CASUALIDADES NO DURAN MUCHO
La vida es tramposa. Lo que más necesitaríamos que se repita, nunca vuelve. Esa chica que te sonrió en el tren no estará mañana en el mismo vagón; ese instante de conexión en el que podrías haber dicho algo ya se fue. Ese libro que encontraste con una anotación al margen que parecía escrita para vos, no estará ahí mañana. Otro lo comprará, o simplemente se perderá entre otros mil.
Lo trágico es que lo más deseamos repetir se escapa para siempre.
Pero lo que sí se repite —y es lo que realmente importa— son los errores que cometemos con fruición, las obsesiones que nos persiguen, los temas que nos importan de verdad. Tenemos un pequeño margen de tiempo para aprender. Solo debemos estar atentos para aprender de esta recurrencia.
SOLO POR REPETICIÓN
Yo me dije que nunca iba a usar TikTok. Me parecía horrible. Y un día me grabé hablando de literatura, para probar, y no me pareció tan horrible. Así que, aunque lo vieron muy pocas personas, sentí que estaba haciendo algo útil.
Luego, solo por repetición aprendí que la microficción funciona mejor para mí que cualquier llamado a la acción o promoción de mis novelas. Es lo más simple del mundo. Escribir una microficción en un cuaderno beige, ponerle música. Postearla. Pronto descubrís que hay gente que se la guarda. No lo podés creer. Escribiste varias novelas y te costó la vida que las leyeran, pero con una microficción llegás a la Generación Z.
Antes, pedir que me lean me hacía sentir como si estuviera en una pesadilla donde compro Padre Rico, Padre Pobre y me lo leo en un día, o donde descubro que, luego de una noche de sonambulismo, recomendé sin darme cuenta El Poder del Ahora con un video que se hizo viral en las redes. Los hábitos atómicos que copiamos de otros para promocionarnos y alcanzar una meta en unos meses de repetición mecánica suelen bañarnos en una radioactividad nuclear que hace que nuestros potenciales lectores nos pongan en cuarentena.
TODO LO QUE NO SABÍA
Una cosa es saber que el sol sale por el este y se pone por el oeste. Y otra cosa es pensarlo de verdad y aplicarlo si vas a alquilar un departamento. Tal vez ya una vez en el departamento descubramos, en la sombra de un mediodía, que elegimos mal por no pensar bien en eso. Y ahí sí lo aprendamos.
Nos embellecemos frente al espejo todos los días, ajustamos cada detalle para vernos perfectos. Pero me llevó años darme cuenta de algo obvio. Nadie me ve jamás como me veo en el espejo.
En el espejo me veo tal como soy, pero cuando alguien me mira de frente, me ve al revés. Mi lado derecho lo ve a su izquierda, mi lado izquierdo a su derecha. Me estoy peinando para una perspectiva que solo yo tengo: la mía propia reflejada. Después de que la duda me asaltara varias veces me pude dar cuenta de eso.
Lleva tiempo entender que cuando decimos erróneamente en el cine que Tom Cruise tiene un lunar en el lado derecho de la cara, en realidad está en su mejilla izquierda. La de la pantalla de cine es la misma lógica de estar cara a cara con alguien, pero mi cerebro se resistía a procesarlo. Algunas ideas necesitan aparecer una y otra vez hasta que finalmente se sedimentan.
EL FANTASMA NUEVO
Un fantasma novato no sabría asustar desde el primer día. Al principio se equivocaría. No sabría prender y apagar las luces en el momento justo, en qué esquina de la habitación pararse para que el niño de la casa lo descubra a contraluz, cómo susurrar al oído de su víctima, ni dejar en claro que es él y no otro ente que anda dando vueltas por la casa. Solo después de encontrarse repetidamente con la misma situación aprendería el timing exacto, la ubicación perfecta, el susurro preciso. Y quizás en ese momento ya… haya quedado solo en la casa sin nadie a quien asustar.
El fantasma descubre la ley más cruel de la repetición. A veces, se domina un oficio justo cuando el mundo para el que servía ya se ha esfumado.
Así aprendemos. No para triunfar, sino para comprender qué es lo que funciona para nosotros. Y por si una familia nueva habita la casa, estar preparados, para adaptarnos con lo que ya sabemos, porque es muy probable que lo que asustaba al niño anterior no asuste al nuevo. Y la repetición nos prepara para la variación.
Ahora el fantasma, más seguro, tal vez no intente asustar tanto de golpe. Quién sabe, tal vez ya no le haga falta asustar a nadie.
NO QUIERO VOLVER AL COLEGIO
Resulta que no soy el único que le da vueltas a esto.
Basta con pensar en Kierkegaard, que hasta escribió un libro llamado La repetición, firmado bajo el poco sutil seudónimo de Constantin Constantius. Para él, repetir no es hacer lo mismo una y otra vez, sino darle otra oportunidad a la experiencia, con la posibilidad de un nuevo significado.
Y da en el clavo con una verdad incómoda. Lo que realmente anhelamos no es recuperar a la exnovia, que ya nunca va a volver (y si volviera, sería otra persona). Lo que extrañamos de verdad es a la persona que fuimos cuando estábamos con ella. Ese yo más confiado, más alegre, lleno de esperanza. No conozco otra cosa más verdadera.
La repetición, en su sentido más profundo, no es salir a buscar el fantasma de otro, sino el esfuerzo por rescatar esa versión de uno mismo que creíamos perdida. Eso sí puede volver. Y a veces, vuelve en contextos completamente distintos, cuando menos te lo esperás.
Pero, por favor, que no vuelva todo. Nietzsche con su aterradora idea del «eterno retorno» nos hace pensar: ¿qué pasaría si estuvieras condenado a vivir esta misma vida, exactamente igual, una y otra vez por toda la eternidad?
Tengo un amigo que está encantado con nuestra época del colegio secundario. Él viviría todo eso de nuevo, tal cual como fue, sin cambiar absolutamente nada. Para él, la idea de Nietzsche sería un sueño. Para mí, en cambio, suena a una pesadilla.
No quiero volver a ser ese adolescente medio perdido en el patio del recreo, sonriendo por compromiso en las conversaciones que no escuchaba bien, sintiéndome raro sin poder entender por qué.
La prueba de fuego de Nietzsche no es el deseo de repetir una vida perfecta, sino el deseo de repetir la tuya exactamente como fue, lo bueno y lo insoportable, sin poder cambiar nada. Mi amigo pasa la prueba. Yo, definitivamente, no.
Y es que, en el fondo, Nietzsche nos obliga a una rendición de cuentas total, a un sí o un no radical. Pero la vida real, el aprendizaje real, rara vez es así de absoluto. No se trata de aceptar toda una eternidad, sino de prestar atención a lo que insiste, a lo que se repite hasta que por fin lo vemos.
Incluso la ciencia propuso que nuestras pesadillas más repetidas cumplen una función parecida. Serían un simulador de amenazas diseñado por la evolución, que nos obliga a ensayar los mismos peligros en un entorno seguro. Como si nuestro cerebro supiera que aprender lleva tiempo y no quisiera dejarnos despertar hasta que hayamos ensayado lo suficiente.
Y así, entre errores, intentos fallidos y miedos que se repiten, descubrimos lo que realmente importa en la vida diaria. Ni la esperanza infinita de Kierkegaard ni la condena eterna de Nietzsche. La repetición que cuenta es la que se cuela en lo cotidiano. Como el agua que horada la piedra.
DARSE CUENTA
Me di cuenta de que tenía hipoacusia acumulando situaciones incómodas. Cuando la vergüenza y el dolor de ser diferente te alcanzan, con toda su fuerza, buscás la razón.
Luego de ser diagnosticado (recién a los 32 años) intenté explicar las consecuencias de crecer con pérdida auditiva a algunas personas y nunca lo entendían. Hasta que hace poco me dije: ¿cómo van a entenderte, si ni vos mismo te entendías?
Para llegar a esa pregunta, años de chocar contra la pared.
Y de ahí aprendí que ya no vale la pena tratar de tener razón. No discuto con algunas personas, porque sé que no tiene sentido, nunca van a cambiar. Es mejor evitarlo, hacer oídos sordos (mi campo de especialización, aunque no lo haya elegido) y no contestar.
Mi corazón agradece que sus pulsaciones se mantengan constantes. Pero adquirir ese discernimiento puede dilatarse tanto que cuando lo lográs, quizás ya no tengas ningún corazón.
NO HAY QUE COMPARARSE
No poder resumir algunas tramas de novelas como otras personas me ponía mal. Por ejemplo, por más que la haya leído más de una vez, nunca seré capaz de resumir Cumbres Borrascosas, todo ese linaje familiar es demasiado para mí.
Así que para no martirizarme por no poder contar esa trama ahora pienso que lo que no me queda en la cabeza no lo necesito, que la imagen de Heathcliff destruido por cómo vivió me basta, eso transmite toda la fuerza de la novela. Me digo que lo que permanece en la mente es lo que necesitaba incorporar. Es lo que me gusta y lo que me hace seguir. Además, si me acordara de todos los detalles de las tramas, quizá nunca escribiría las mías.
LA GUERRA QUE SE GANA PERDIENDO
El aprendizaje surge cuando no lo buscamos. Es una guerra que se gana perdiendo. Perdés tiempo, perdés la ilusión del camino directo, pero ganás un conocimiento que ya no necesitás anotar para recordarlo. Se vuelve parte de vos, como una cicatriz.
Nos encontramos repetidamente con el mismo obstáculo, ensayamos la misma respuesta fallida. Pero es justo ahí, en ese fracaso familiar, donde de pronto (y sin aviso) algo cede. La lección llega disfrazada de derrota.
Y una vez que aceptás que la repetición tiene su propio ritmo, te volvés más paciente con vos mismo. Aunque te duela descubrir que 7000 días para veinte años son tan pocos días.
No queda otra que seguir aproximándote a algo que quizá nunca termines de comprender, porque en el camino vas a tropezar con otra cosa que sí te estaba esperando.
Algo que insiste. Que se queda con vos. Que te distingue. Que era tuyo.
Solo por repetición. Solo por sedimentación. Llegando tarde a esa tumba en el cementerio, para descubrir que la placa tiene tu nombre.
PD:
El Adrián que escribe acá es un Adrián que acepto. El que de muy chico les leía a mi hermana y a mi vecina libros de Elige tu Propia Aventura. Mi vecina es historiadora y siempre me recuerda por eso. Cuando me fue mal con el cine (gané un premio para dirigir una película, mi proyecto soñado, y la productora desperdició el dinero) tuve que volver a buscarme. Y ahí me encontré, en esa fotografía sepia, contando una historia a dos nenas, que me muestra quién era.
Quién soy.
Yo no quería solo contar historias. Quería, con el juego de magia del que nunca me separaba, sorprender con imágenes y palabras vivas.
por Adrián Fares
Publiqué esta especie de ensayo también en mi Substack (que estrené hace poco). Ahí escribo en inglés. Podés leerlo acá: https://adrianfares.substack.com/p/late-self-help-on-repetition
O descubrir otros escritos acá: adrianfares.substack.com
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