Noches y cafés de primavera
Antes de que los años se doblaran sobre sí mismos como páginas gastadas, éramos eternos soñadores. De los que se reunían en los cafés a medianoche, cuando aún flotaba en el aire el aroma floral de las colonias femeninas, mezclado con el tabaco que aún se podía fumar en los cafés, y todas las promesas parecían posibles bajo el zumbido de las farolas.
Hablábamos de las vidas que íbamos a tener: las novelas que íbamos a escribir, las ciudades que íbamos a visitar, las revoluciones que íbamos a encender silenciosamente en los corazones de los demás. Entonces el tiempo parecía maravillosamente interminable.
Recuerdo que solo el suave resplandor de la lámpara de mesa nos daba luz y que entonces sentía una profunda sensación de paz. En aquella época, la culpa de procrastinar, de no ser lo suficientemente "productivo", me era ajena. Me bastaba con ser, con compartir nuestros momentos de alegría sin remordimientos ni cargas sobre mi conciencia.
La brisa nocturna nunca era lo suficientemente áspera como para mandarnos a casa temprano, y la primavera se extendía con inusitada generosidad.
Oh, queridos amigos, una vez fuimos infinitos, nuestras almas libres del peso del arrepentimiento y de las afiladas cuchillas de la expectación. Nos deslizábamos por el mundo con el ilimitado optimismo de los dioses, completamente ajenos a la lenta erosión del tiempo. En aquellas noches y cafés de primavera, cuando la culpa no pesaba sobre nuestras almas, éramos infinitos.
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