#EscribenOtros

—No sé cómo explicarlo. Hay una especie de desfase entre lo que yo creo que es real y la auténtica realidad. Tengo la impresión de que dentro de mí, en alguna parte, hay una pequeña cosa oculta. Como un ladrón que ha entrado en una casa y se ha escondido en el armario. Y sólo de vez en cuando sale y altera mi orden y mi lógica. Como un imán que altera el funcionamiento de una máquina.

(Murakami, Haruki, “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”, Buenos Aires, Tusquets Editores, 2008., p.332)

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#EscribenOtros #HarukiMurakami

Pasaje suprimido en El largo adiós, del libro A mis mejores amigos no los he visto nunca, cartas y ensayos selectos, de Raymond Chandler.

Algo más de El largo adiós, cuando lo injusto se hace cotidiano.

Malabares en silencio

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#ElLargoAdiós #EscribenOtros #RaymondChandler

«La literatura no es más que amor y trabajo. Concibo otras formas, pero sólo estoy tratando de ver la mía. Antes creía que sin saber nada, sin comprender los secretos de la palabra y la forma, de una manera puramente instintiva (genial) se podía llegar a dominar el idioma. La literatura, me decía, no es sólo sintaxis o adverbios o cópulas o gerundios, es, sobre todo, ideas. Y es cierto. Pero no comprendía que al pensar “no sólo es” admitía de algún modo que también era eso. Porque al fin me he dado cuenta —al cabo de cuántos versos, de cuántas páginas estúpidas— de que se debe trabajar la forma, no para hacerla “bella” —aunque esto solo podría justificar algo— sino para poder decir aquello que se quiere decir, y no exactamente lo contrario o apenas una triste parte. Trabajo: eso. Nunca tengo grandes ideas, acaso nunca las tendré, pero al menos puedo decir tan claramente como es necesario las pobres ideas que tengo.

Aprender a escribir. Tal vez sea imposible pretender ser escritor como se pretende ser abogado, es decir, siguiendo un curso preparatorio, pero es cierto que luego de haber sentido la necesidad de escribir, luego de haber escrito —mal o bien, o medianamente bien—, es necesario aprender. Doblegar el idioma es fundamental, porque nadie puede expresar nada, ni siquiera la idea más notable, si no consigue antes servirse del idioma.

Corregir, corregir mucho. Hasta poder decir: esto es lo que yo intentaba. Hay mil, cien mil maneras de decir lo mismo (al fin de cuentas no se hace más que eso) pero es necesario saber cómo ha de decirse. Kierkegaard escribe algo parecido en el prólogo a El concepto de la angustia».

De un papel suelto, 1954 o 1955, en Castillo, Abelardo, Diarios (1954-1991), edición digital.

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#AbelardoCastillo #Diario #EscribenOtros

Miraba un viejo cuaderno y recupero algunos apuntes sobre el taller literario que dictó Alejandro Finzi en la Universidad Nacional del Comahue. Transcribo algunas anotaciones:

Prefiero que escriban en papel y se rompan la muñeca, ahí está el oficio de escritor.

¿Por qué son escritores?

Porque antes que nada, son lectores voraces. Si no tienen la necesidad de tener un libro en la mano, ¿Por qué ser escritor?

El libro para un escritor es el pan.

La materia es la palabra. La fuente está en la lectura.

Y también este poema, de Derek Walcott

Desenlace

Yo vivo solo
al borde del agua sin esposa ni hijos.
He girado en torno a muchas posibilidades
para llegar a lo siguiente:

una pequeña casa a la orilla de un agua gris,
con las ventanas siempre abiertas
hacia el mar añejo. No elegimos estas cosas.

Más somos lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad

de cargar con algo. El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris. Ahora, ya no le pido nada a

la poesía sino buenos sentimientos
ni misericordia, ni fama, ni curación. Mujer silenciosa,
podemos sentarnos a mirar las aguas grises,

y en una vida inmaculada
por la mediocridad y la basura
vivir al modo de las rocas.

Voy a olvidar la sensibilidad,
olvidaré mi talento. Esto será más grande
y más difícil que lo que pasa por ser la vida.

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#AlejandroFinzi #DerekWalcott #EscribenOtros #Poesía

Engañar el tiempo con lecturas. A la espera de una definición y con la esperanza ingenua de que tengamos los anticuerpos necesarios para frenar los discursos de odio y la reivindicación de la dictadura.

La salida no es la motosierra y la violencia.

Sí a un estado presente y la Democracia.

Dejo un fragmento de uno de mis autores favoritos:

Me pareció que se acercaba el fin y recordé que el primer acceso de tos lo había tenido el día en que me entregó el original de mi primera novela pasado a máquina. Lo había tipeado con tanta violencia que algunas letras habían perforado el papel y apenas podían leerse. Ahí hubo un punto de inflexión, algo que se interpuso entre él y yo. Le devolví las hojas reprochándole que se le hubieran escapado errores de tipeo y faltas de ortografía. Bajó la vista en silencio, como un chico y tuvo un ataque de tos que era mucho más que eso: un rechazo brutal a mi insolencia, una expulsión de broncas acumuladas desde hacía mucho tiempo. Sentí que aquel arrebato de su pecho hablaba más de mí que de él; me enroscaba mi arrogancia, me acusaba de haber ocupado su lugar y confinarlo en el papel de un hijo desvalido. Era Navidad y en la calle estallaban cohetes y fuegos artificiales. No creo que se hubiera atrevido a decírmelo tal como lo estoy escribiendo ahora ni de ninguna otra forma que pudiera causarme sufrimiento. Tuvo que usar el lenguaje de la tos para que yo empezara a comprender el desdén con que lo había tratado para desafiar su autoridad. Nunca habíamos hablado de lo esencial en los viajes que hicimos. Mi desprecio por sus sueños imposibles, sus ausencias, sus años de clandestinidad y exilio, todo había sido pasado por alto. No digo que no mencionáramos las cosas, pero era como si le ocurrieran a otro, a alguien que no estaba con nosotros. No sé, me parece que siempre llegamos tarde a lo que amamos. Uno se sienta a ver pasar el cadáver de su padre y de golpe el muerto se levanta para hacer su alegato. Algo así ocurrió luego que el médico fue a verlo por última vez: de repente, después de varios días de inapetencia, me dijo que tenía hambre, que si comía algo quizá podría levantarse sin ayuda. Y pasó tal cual: a la mañana siguiente abandonó la cama, se dio una ducha y se vistió solo. Prendió un cigarrillo como lo había hecho toda su vida y al ver que yo lo miraba sorprendido me invitó a desayunar en el bar de la otra cuadra. Iba contra toda lógica, reanudaba su vida como si nada hubiera pasado y me dejaba burlado, con un dedo inútil. Ese mismo día fui al consultorio de Ching a preguntarle si sabía de casos así, si en China o donde fuera que había hecho su revolución, había conocido algún enfermo de cáncer que se levantara de un día para otro lo más campante.

El doctor tenía un aire grave y esquivo, como si hablar de mi padre le trajera malos recuerdos.

—No conocer yo —me dijo buscando las palabras—. Curarse uno de millones. No milagros, esperar para saber.

Bajé por Lavalle y anduve al azar. Sentía una extraña mezcla de alivio y frustración; pensaba que si se había curado podría hacer planes de nuevo, dejar Buenos Aires, escribir un libro que tenía en mente. En el tren de regreso a Morón, apretujado al fondo de un vagón sin vidrios, decidí proponerle que se mudara a mi departamento del centro. Allí estaría más cerca de los buenos hospitales y había un teléfono al que podría llamarlo desde cualquier parte. Lo encontré en el living conversando con el cura del barrio que parecía muy conmovido, como si estuviera frente a un resucitado. Mi padre me dijo después que la socióloga había mandado a una amiga a buscar algunas cosas de ella y que, aunque todavía se sentía muy débil, estaba tratando de retomar contacto con el mundo. La mujer ya no le interesaba, la había borrado de un plumazo. Le pareció fantástico irse a vivir al centro y pensó que hasta podríamos salir juntos de viaje. No dije nada; fui a ver a su médico para contarle lo que había pasado. Se quedó unos minutos en silencio, como si le estuviera reprochando un error de diagnóstico y me dijo que a la tarde pasaría a verlo acompañado de un colega.

Empezaba a pensar que esas cosas pasan de verdad y que el insondable azar había favorecido a mi padre. Charlamos de libros y de películas sin hacer mención a su inesperada mejoría y preparé unas cajas con sus cosas para llevar a mi departamento.

—Voy a terminar de armar el Torino —me dijo—. Vos no entendés nada de mecánica y si vas a andar por el campo necesitás un coche que aguante.

—¿Con qué plata?

—Vos haceme caso. Lo voy a dejar como nuevo.

Gastaba la poca plata que le daba sin pensar en lo que pudiera pasar mañana. Garro Peña me había dicho que jamás conoció un hombre menos previsor. Aquella pequeña fortuna que había traído de Chile en tiempos de la Revolución Libertadora le duró menos que una novia de verano. Empezó a gastarla conmigo en el Plaza Hotel, llamaba a La Orquídea para mandar flores a cuanta chica le hacía una sonrisa y parecía el presidente de la Paramount más que un simple representante. Era tan derrochón que un día el gerente de la empresa lo citó para que justificara sus ingresos. En esos años podía pasar por un joven de suerte, casado con una modelo de moda, sobreviviente de una persecución injusta y con un pasado misterioso. Podía explicarlo todo y al mismo tiempo seguir envuelto en la bruma. Supongo que tenía un encanto especial a los ojos de otros, emanaba de él un aura de aventurero afortunado, de hombre sin ataduras. A veces pienso que en una de esas se enamoró de verdad de Laura y decidió tirar el pasado por la ventana.

Pero el pasado tiene un significado alegórico, es un relato moldeado por el deseo. El ayer de una persona es tan escurridizo y dudoso como el de una nación. Si voy al encuentro de mi padre tropiezo con su fantasma tamizado por los prejuicios y ese impulso que latía en él es como el fuego de una vela a punto de extinguirse. Al presentir su muerte sentí que yo pasaba a ser el último sobreviviente de una historia que no le importaba a nadie, una música barrida por la brisa.

Tomamos un taxi para ir a casa cargados de cajas y paquetes. Mi padre parecía curado y hacía planes otra vez. Se sentó a mi lado y me miró lleno de confianza.

—Si vas a estar mucho afuera dejame unos pesos que ando medio corto —dijo mientras el taxi tomaba por Rivadavia.

—Lo que precises.

—¿No te animás a llevarme?

—Es un viaje largo.

—La próxima vez, entonces. Cuando termine el Torino.

—Sí.

(De La hora sin sombra, Osvaldo Soriano, edición digital, 1995).

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#EscribenOtros #OsvaldoSoriano

Los nombres de la lluvia

Llueve. Las palabras se demoran. Abro la puerta balcón y dejo que el olor a lluvia pasee por la casa. Petricor, se ha difundido por ahí. Para la RAE, no existe. Igual no concilio con ella. Y busco otras.

Aparece un artículo. Elijo reiu (lluvia fría) y kanu (lluvia fría de invierno), del japonés.

El agua cae acompasada. Y las palabras se demoran, pero no hay desesperación. Sigue siendo un norte aquello de Isak Dinesen, citado por Raymond Carver, que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación.

Escritura como refugio. Y lecturas, varias. Dos de mujeres. Paula Tomassoni y su Indeleble. Argentina, 2001. Un suicidio y cómo reponerse, en un país que espera no colapsar y donde la receta siempre es reforma laboral, baja del gasto público. Tan cíclicos que duele. Y tan desmemoriados.

Leila Sucari y Fugaz, una interpelación a la maternidad, a la que rechaza, abraza e interpela. También una obsesión con las ballenas que, por más que sepan del peligro, van a encallar a una playa. Casi como Argentina.

Una patagónica y en lectura. Pitanza nocturna, de Gonzalo Marrón. Registro de vivir y de una vida —que es la literatura si no—con morosa maestría, dice Daniel Guebel en la contratapa y coincido. Libro rayado y anotado, como corresponde. Elijo al azar el repaso de una escena, como un predicado desnudo que apenas astilla el comentario del recuerdo, que en cada ocasión se inventa nuevos maridajes. Ciudades, vivencias y espacios se recorren bajo esos maridajes que nos deja el tiempo. Y se registran con solidez y belleza.

La literatura como espacio donde cobijarse, un alero que sirve de refugio contra la lluvia. Comparto un fragmento de reflexiones de Carver. Seguramente conocidas.

La escritura de un cuento, según Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo másEl mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con CheeverUpdikeSinger, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio… Entonces tendré al menos esa ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:… Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak BabelGuy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotrosHenry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

Este texto de Raymond Carver apareció por primera vez en The New York Times Book Review en 1981 con el título de Apuntes de un narrador.

Mi fuente es de este sitio, donde podés leer el texto completo.

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