#DeltaDelTigre

Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-04-30

X Umbrales – Capítulo 4: El cuaderno rojo.

Enzo, esta mañana te levantaste con la remera pegada a la espalda y fuiste hasta la heladera a tomar agua fría de la botella. Cuando cerraste la puerta de la heladera te diste cuenta de que el silencio era demasiado grande. Pensaste que todo el mundo en la isla seguía durmiendo. Te llevaste las manos a las orejas. Te habías olvidado de ponerte las prótesis auditivas, algo que no te pasa casi nunca. Así que volviste a tu cuarto y te las pusiste.

No fue tanta la diferencia, el canto de algunos pájaros desconocidos, el murmullo lejano del agua. Hasta abriste la puerta para ver si escuchabas algo, pero estaba todo muy tranquilo.

Luego, mientras le dabas unos golpes a la cafetera para que empezara a gotear, pensaste en qué hacer. El café estaba tibio, dejaste la taza por la mitad y fuiste a buscar una escoba. Saliste a la galería y barriste el polvo y las hojas secas de los tablones de madera. Pasaste las cerdas de la escoba por los ángulos de las columnas para sacar las telarañas.

Cruzaste el interior de la casa y bajaste por la escalera trasera al fondo. Probaste las llaves hasta dar con la que abría el cuarto de herramientas. Había más sillas de plástico blancas apiladas que otra cosa, pero encontraste un machete.

Cortaste los yuyos altos que estaban pegados a los pilotes de la casa. Recordaste que Ignacio, hace muchos años, te habló de problemas con las termitas. Te metiste bajo la casa, pero no viste rastros del polvillo que dejan esos bichos. Por un momento, sentiste como si alguien estuviera a tus espaldas, pero no te diste vuelta. Subiste a la casa y caminaste de un lado a otro. Luego te comiste, de pie al lado de la mesa, el sándwich de jamón y queso que habías traído desde tu departamento en un tupper. El pan lactal estaba seco en los bordes y gomoso.

No querías cocinar nada. Sook-jae era gastronómica y se dedicaba a preparar viandas veganas que eran riquísimas, incluso para vos que no sos vegano. Pero había mucha competencia y tenía poco trabajo.

Y vos con lo de la película fallida ni tenías trabajo, por eso estaban siempre juntos. Cuando se fue, alguien te dijo que era una relación tóxica. Me decís que ojalá todas las relaciones fueran tóxicas así. ¿Te referís a que preferís eso a no verse nunca?

Te tiraste en el sofá y te quedaste dormido. Un golpe a la puerta te despertó. Se notaba que debían estar llamando desde antes. Abriste y había una mujer gorda.

Le calculaste unos setenta años, el pelo sin teñir, con las canas reluciendo al sol. La saludaste y te preguntó cuánto hacía que estabas en la casa. Le dijiste que tres días. Te preguntó si el tiempo pasaba más rápido en la isla o más lento. Le dijiste que pasaba rápido, que parecía que recién habías llegado. Asintió con la cabeza. Y te mostró una bolsa de plástico que traía. «Es su comida», te dijo. «¿De quién?», le preguntaste. «La de ella», agregó. «¿Quién es ella?», le dijiste. Sonrió y agitó la cabeza, como si fueras un nene travieso.

No te quedó otra que aceptar la bolsa. La mujer te dio un beso en la mejilla y te susurró al oído: «Chau, Guardián». Después se fue. No le preguntaste el nombre. Ibas a preguntarle cómo se llama mientras se alejaba, pero la curiosidad por saber qué tensaba la bolsa fue más grande.

Sacaste la bandeja y los cubiertos de plástico, y los dejaste en la mesa. El olor a ajo y salsa de soja se metió en tus narices como un mosquito. Despegaste el film de la bandeja y viste los compartimentos: arroz blanco en uno, kimchi en otro, tiras de tofu frito en el tercero. Te quedaste mirando la bandeja abierta como si fuera la boca de un pez abisal.

No lo podías creer. Un dosirak. Sook-jae los preparaba siempre y los comían en el parque de la Facultad de Agronomía, sentados bajo los árboles.

Aunque la vida te familiarizó, como a todos, decís, con estas coincidencias nefastas, sentiste que tu cuerpo se desinflaba. Inhalaste rápido y largaste todo el aire que pudiste, como si la mesa se hubiera prendido fuego y quisieras apagarlo.

Devolviste la vianda a la bolsa. De arriba de la heladera agarraste la caja de pastelería, con esa mano que parecía momificada adentro, y lograste meterla también, aunque apenas entraba. Saliste tan rápido que casi te resbalas en uno de los tablones de la escalera.

En el muelle, tiraste la bolsa al río. Quedó enganchada en un camalote hasta que la corriente la empujó. Observaste cómo el agua se la llevaba.

Volviste a la casa y la necesidad de no quedarte adentro fue imperiosa. Te pusiste la campera de jean, agarraste las llaves. Recién te diste cuenta de que estabas caminando fuera de la casa a los cincuenta metros.

Encontraste el almacén que había aparecido en tu memoria. Si no lo encontrabas ibas a tener que desamarrar la lancha y cruzar el río. Ignacio te había enseñado a usarla, como si previera lo que iba a pasar. Pero no hizo falta.

En la puerta del almacén había un hombre durmiendo en una silla de jardín. Te acercaste y notaste que debía andar por los sesenta largos y que tenía una cicatriz en zigzag en una mejilla. Dijiste «hola» como tres veces. Pero no se inmutó. Parecía estar soñando porque los ojos se movían frenéticamente detrás de los párpados.

Salió una señora y negó con la cabeza. Te preguntó qué necesitabas. Ni entraste en el almacén. Señalaste bananas, naranjas y manzanas.

A la vuelta, sorpresa, Enzo. Otra más.

Había pequeños cambios en la casa. La puerta de la heladera estaba entreabierta. Y habían arrancado un pedazo grande del queso fresco que trajiste de la ciudad. En el baño, la tapa del inodoro estaba bajada (vos nunca la bajabas, Sook-jae te lo recriminaba). Y por un momento te pareció escuchar ese sonido grave, como si alguien intentara gritar con una mano que le tapaba la boca.

Te sacaste las prótesis auditivas. El sonido desapareció. Al ponértelas otra vez, volvió. Te hizo pensar que debés estar más sordo. Pero no era un momento adecuado para reparar en eso. Seguiste el sonido.

Fuiste por el pasillo largo a la habitación cerrada. Acercaste la cabeza al teclado numérico de acceso, pero la fuente del sonido te pareció más lejana. No provenía de ese lugar.

Entonces pensaste que no habías entrado a la habitación de Martín. Abriste la puerta como si diera al pasadizo de una pirámide. Sobre la cama viste juguetes de superhéroes de animé, juegos de mesa apilados, peluches raídos. Todo estaba amontonado como si quisieran convertir la cama en otra cosa. Hasta levantaste un muñeco de pelo rojo en punta que estaba en el piso y lo pusiste junto a los otros. Te acercaste a un ropero bajo, pero claramente el sonido no venía de ahí.

Fuiste al dormitorio de tus amigos. La cama estaba hecha. Solo había un poco de polvo sobre el edredón blanco. Lo demás impecable. A la izquierda de la ventana que da al fondo, viste una biblioteca de madera con estantes hasta el techo. A tu altura había varios libros de nombres para bebés, novelas de escritores rusos (recordaste que Ignacio admiraba a Tolstói) y autoediciones de autores argentinos que no conocías. La mayoría eran libros de poesía con títulos simples: Las hojas, El arroyo, Los sauces, La corriente.

Te agachaste y notaste que los estantes de abajo estaban repletos de libros sobre cómo hacer velas. Ignacio y Valeria son psicólogos. No recordabas que a ninguno de los dos se le diera por dedicar su tiempo libre a eso.

Ya en puntas de pies, trataste de ver qué libros había arriba de todo. Eran más altos. Parecían de decoración o de arquitectura. Al subirte a la escalera plegable descubriste que esos solo apretaban, como pisapapeles, a libros más antiguos y voluminosos.

Uno de esos libros tenía un triángulo dorado en el lomo, con rayos que salían del centro. Lo sacaste y viste que en la tapa decía Amanecer Dorado: o la luz del gran futuro. Otro tenía el símbolo de una luna llena entre dos lunas crecientes. En la tapa estaba escrito El libro de las sombras. El lomo de otro decía AMORC. Lo moviste y viste que el título era Manual de la Hermandad Blanca Rosacruz. Había uno también titulado Los esenios. Hijos de la luz.

Agarraste otro con el lomo totalmente negro. Ordo Templi Orientis, decía la tapa. En la primera página, una foto de un hombre pelado con mirada penetrante y el dedo índice clavado en la mejilla, como si estuviera pensando en algo importante. «Aleister Crowley», decía abajo. Otro, más gastado, era Isis sin velo de H. P. Blavatsky.

Había varios muy chiquitos de Editorial Kier, que conocés porque tiene una librería sobre avenida Santa Fe, cerca de donde vivís. Una vez entraste a buscar libros de leyendas guaraníes para un guion.

Y así había más libros con combinaciones de siglas raras que ni moviste, porque te llamó la atención un cuaderno rojo pequeño atrapado entre esas ediciones vetustas. Lo sacaste. La textura era áspera, de esos cuadernos escolares de tapa dura con nervaduras. En la tapa había una X grande dibujada con esmalte sintético blanco, cuyas puntas tenían gotones, como si la hubieran pintado con un pincel grueso. Al abrirlo, pareció caer algo de polvo blanco al suelo.

En la parte inferior de la primera página había un dibujo, en crayón, de una especie de oso con ojos más grandes que las orejas y una luna creciente sobre su cabeza. Los ojos grandes del oso eran espirales del mismo color naranja que el resto del dibujo. Y en la parte superior, escrita con perfecta letra cursiva redonda decía: Umbrales. En el medio había una cinta de tela blanca pegada por el doblez inferior, con los extremos superiores cortados en pico y caídos hacia los lados.

De repente, se te dio por mirar hacia la cama. No sabés por qué. Y al volver a mirarlo, el cuaderno se te escapó de las manos. La escalerita se balanceó y casi te caés. El cuaderno quedó abierto de par en par en el piso, con las tapas hacia arriba.

En cuclillas, lo diste vuelta y viste más dibujos torpes en crayón con animales de varios colores: jirafas, leones, tiburones. Algunos animales, un gato, un perro, tenían las patas retorcidas. Todos tenían X por ojos. Alrededor de los dibujos el cuaderno estaba lleno de anotaciones con la caligrafía redonda en cursiva y otras con la letra ganchuda de Ignacio. Leíste frases que no quisiste, o no pudiste, retener.

Casi al final, diste con un dibujo hecho con palitos. Un redondel de cabeza, un triángulo de vestido, dos brazos con manos de tres líneas, como rayos, y dos líneas paralelas de piernas. La cabeza contenía una raya de boca y de ojos… dos X.

Como para escapar, volviste a la primera página y te pareció que el moño blanco era un lazo de luto invertido. Te diste cuenta de que hacía rato que no escuchabas el sonido grave que te había guiado a ese dormitorio. Entonces, al fijar la vista en los espirales, que eran la única variación en los ojos dibujados de ese cuaderno, te mareaste y te sentaste en el piso. Dejaste el cuaderno en la biblioteca, sobre los libros de hacer velas.

Cuando te levantaste, lo único que pudiste hacer fue salir a tomar aire.

Miraste el cielo desde la galería, con los codos en la baranda. Hacía rato que no veías tantas estrellas. No pudiste evitar volver a pensar en Sook-jae. «Las estrellas las vemos todos», decís. Pensaste si ella también las estaría viendo, como vos. Eso te hizo darte cuenta de lo inefable de la distancia. Y en ese momento las estrellas brillaron menos. Todas parecían moños blancos pinchados en el cielo con chinchetas. En cualquier momento se iban a caer uno por uno a la Tierra.

Te pareció escuchar sonidos que antes no escuchabas. Te diste vuelta y viste una polilla grande atrapada dentro de la lámpara de arriba de la puerta. Discernías el golpe sordo, repetido cada vez que el insecto chocaba contra la tulipa. Recordaste un libro de Steinbeck, donde dice que cada persona tiene su canción familiar. Esa debía ser la canción familiar de la polilla, pensaste, otra no le quedaba. Apagaste la luz de la galería.

Decidiste escribirme, decís, porque necesitabas volcar todo esto en algún lugar para leerlo, como si después lo fueras a copiar en otro como hacías a veces con tus guiones para descubrir errores. Y antes de enviarlo me pedís perdón. No hace falta, Enzo, que me pidas perdón.

Pero no escapes. Aunque vos solo estás cuidando la casa, te dijeron «Guardián». ¿Por qué?

Cuando puedas, leé el cuaderno rojo. De a poco.

Son las 1:25 AM. Escribime cuando quieras.

por Adrián Fares

#adrianGastonFares #DeltaDelTigre #FoundFootageDigital #inteligenciaArtificial #misterio #novela #suspenso #terrorPsicológico #thriller

x: umbrales portada novela serial de Adrián Fares Una joven con un cuaderno rojo escolar y una X tenebrosa escrito en la tapa
Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-10-12

El Cuaderno Rojo – X: Umbrales – Cap. 4 [Versión Nueva]

Enzo, esta mañana te levantaste con la remera pegada a la espalda y fuiste hasta la heladera a tomar agua fría de la botella. Cuando cerraste la puerta de la heladera te diste cuenta de que el silencio era demasiado grande. Pensaste que todo el mundo en la isla seguía durmiendo. Te llevaste las manos a las orejas. Te habías olvidado de ponerte las prótesis auditivas, algo que no te pasa casi nunca. Así que volviste a tu cuarto y te las pusiste.

No fue tanta la diferencia, el canto de algunos pájaros desconocidos, el murmullo lejano del agua. Hasta abriste la puerta para ver si escuchabas algo, pero estaba todo muy tranquilo.

Luego, mientras le dabas unos golpes a la cafetera para que empezara a gotear, pensaste en qué hacer. El café estaba tibio, dejaste la taza por la mitad y fuiste a buscar una escoba. Saliste a la galería y barriste el polvo y las hojas secas de los tablones de madera. Pasaste las cerdas de la escoba por los ángulos de las columnas para sacar las telarañas.

Cruzaste el interior de la casa y bajaste por la escalera trasera al fondo. Probaste las llaves hasta dar con la que abría el cuarto de herramientas. Había más sillas de plástico blancas apiladas que otra cosa, pero encontraste un machete.

Cortaste los yuyos altos que estaban pegados a los pilotes de la casa. Recordaste que Ignacio, hace muchos años, te habló de problemas con las termitas. Te metiste bajo la casa, pero no viste rastros del polvillo que dejan esos bichos. Por un momento, sentiste como si alguien estuviera a tus espaldas, pero no te diste vuelta. Subiste a la casa y caminaste de un lado a otro. Luego te comiste, de pie al lado de la mesa, el sándwich de jamón y queso que habías traído desde tu departamento en un tupper. El pan lactal estaba seco en los bordes y gomoso.

No querías cocinar nada. Sook-jae era gastronómica y se dedicaba a preparar viandas veganas que eran riquísimas, incluso para vos que no sos vegano. Pero había mucha competencia y tenía poco trabajo.

Y vos con lo de la película fallida ni tenías trabajo, por eso estaban siempre juntos. Cuando se fue, alguien te dijo que era una relación tóxica. Me decís que ojalá todas las relaciones fueran tóxicas así. ¿Te referís a que preferís eso a no verse nunca?

Te tiraste en el sofá y te quedaste dormido. Un golpe a la puerta te despertó. Se notaba que debían estar llamando desde antes. Abriste y había una mujer gorda.

Le calculaste unos setenta años, el pelo sin teñir, con las canas reluciendo al sol. La saludaste y te preguntó cuánto hacía que estabas en la casa. Le dijiste que tres días. Te preguntó si el tiempo pasaba más rápido en la isla o más lento. Le dijiste que pasaba rápido, que parecía que recién habías llegado. Asintió con la cabeza. Y te mostró una bolsa de plástico que traía. «Es su comida», te dijo. «¿De quién?», le preguntaste. «La de ella», agregó. «¿Quién es ella?», le dijiste. Sonrió y agitó la cabeza, como si fueras un nene travieso.

No te quedó otra que aceptar la bolsa. La mujer te dio un beso en la mejilla y te susurró al oído: «Chau, Guardián». Después se fue. No le preguntaste el nombre. Ibas a preguntarle cómo se llama mientras se alejaba, pero la curiosidad por saber qué tensaba la bolsa fue más grande.

Sacaste la bandeja y los cubiertos de plástico, y los dejaste en la mesa. El olor a ajo y salsa de soja se metió en tus narices como un mosquito. Despegaste el film de la bandeja y viste los compartimentos: arroz blanco en uno, kimchi en otro, tiras de tofu frito en el tercero. Te quedaste mirando la bandeja abierta como si fuera la boca de un pez abisal.

No lo podías creer. Un dosirak. Sook-jae los preparaba siempre y los comían en el parque de la Facultad de Agronomía, sentados bajo los árboles.

Aunque la vida te familiarizó, como a todos, decís, con estas coincidencias nefastas, sentiste que tu cuerpo se desinflaba. Inhalaste rápido y largaste todo el aire que pudiste, como si la mesa se hubiera prendido fuego y quisieras apagarlo.

Devolviste la vianda a la bolsa. De arriba de la heladera agarraste la caja de pastelería, con esa mano que parecía momificada adentro, y lograste meterla también, aunque apenas entraba. Saliste tan rápido que casi te resbalas en uno de los tablones de la escalera.

En el muelle, tiraste la bolsa al río. Quedó enganchada en un camalote hasta que la corriente la empujó. Observaste cómo el agua se la llevaba.

Volviste a la casa y la necesidad de no quedarte adentro fue imperiosa. Te pusiste la campera de jean, agarraste las llaves. Recién te diste cuenta de que estabas caminando fuera de la casa a los cincuenta metros.

Encontraste el almacén que había aparecido en tu memoria. Si no lo encontrabas ibas a tener que desamarrar la lancha y cruzar el río. Ignacio te había enseñado a usarla, como si previera lo que iba a pasar. Pero no hizo falta.

En la puerta del almacén había un hombre durmiendo en una silla de jardín. Te acercaste y notaste que debía andar por los sesenta largos y que tenía una cicatriz en zigzag en una mejilla. Dijiste «hola» como tres veces. Pero no se inmutó. Parecía estar soñando porque los ojos se movían frenéticamente detrás de los párpados.

Salió una señora y negó con la cabeza. Te preguntó qué necesitabas. Ni entraste en el almacén. Señalaste bananas, naranjas y manzanas.

A la vuelta, sorpresa, Enzo. Otra más.

Había pequeños cambios en la casa. La puerta de la heladera estaba entreabierta. Y habían arrancado un pedazo grande del queso fresco que trajiste de la ciudad. En el baño, la tapa del inodoro estaba bajada (vos nunca la bajabas, Sook-jae te lo recriminaba). Y por un momento te pareció escuchar ese sonido grave, como si alguien intentara gritar con una mano que le tapaba la boca.

Te sacaste las prótesis auditivas. El sonido desapareció. Al ponértelas otra vez, volvió. Te hizo pensar que debés estar más sordo. Pero no era un momento adecuado para reparar en eso. Seguiste el sonido.

Fuiste por el pasillo largo a la habitación cerrada. Acercaste la cabeza al teclado numérico de acceso, pero la fuente del sonido te pareció más lejana. No provenía de ese lugar.

Entonces pensaste que no habías entrado a la habitación de Martín. Abriste la puerta como si diera al pasadizo de una pirámide. Sobre la cama viste juguetes de superhéroes de animé, juegos de mesa apilados, peluches raídos. Todo estaba amontonado como si quisieran convertir la cama en otra cosa. Hasta levantaste un muñeco de pelo rojo en punta que estaba en el piso y lo pusiste junto a los otros. Te acercaste a un ropero bajo, pero claramente el sonido no venía de ahí.

Fuiste al dormitorio de tus amigos. La cama estaba hecha. Solo había un poco de polvo sobre el edredón blanco. Lo demás impecable. A la izquierda de la ventana que da al fondo, viste una biblioteca de madera con estantes hasta el techo. A tu altura había varios libros de nombres para bebés, novelas de escritores rusos (recordaste que Ignacio admiraba a Tolstói) y autoediciones de autores argentinos que no conocías. La mayoría eran libros de poesía con títulos simples: Las hojas, El arroyo, Los sauces, La corriente.

Te agachaste y notaste que los estantes de abajo estaban repletos de libros sobre cómo hacer velas. Ignacio y Valeria son psicólogos. No recordabas que a ninguno de los dos se le diera por dedicar su tiempo libre a eso.

Ya en puntas de pies, trataste de ver qué libros había arriba de todo. Eran más altos. Parecían de decoración o de arquitectura. Al subirte a la escalera plegable descubriste que esos solo apretaban, como pisapapeles, a libros más antiguos y voluminosos.

Uno de esos libros tenía un triángulo dorado en el lomo, con rayos que salían del centro. Lo sacaste y viste que en la tapa decía Amanecer Dorado: o la luz del gran futuro. Otro tenía el símbolo de una luna llena entre dos lunas crecientes. En la tapa estaba escrito El libro de las sombras. El lomo de otro decía AMORC. Lo moviste y viste que el título era Manual de la Hermandad Blanca Rosacruz. Había uno también titulado Los esenios. Hijos de la luz.

Agarraste otro con el lomo totalmente negro. Ordo Templi Orientis, decía la tapa. En la primera página, una foto de un hombre pelado con mirada penetrante y el dedo índice clavado en la mejilla, como si estuviera pensando en algo importante. «Aleister Crowley», decía abajo. Otro, más gastado, era Isis sin velo de H. P. Blavatsky.

Había varios muy chiquitos de Editorial Kier, que conocés porque tiene una librería sobre avenida Santa Fe, cerca de donde vivís. Una vez entraste a buscar libros de leyendas guaraníes para un guion.

Y así había más libros con combinaciones de siglas raras que ni moviste, porque te llamó la atención un cuaderno rojo pequeño atrapado entre esas ediciones vetustas. Lo sacaste. La textura era áspera, de esos cuadernos escolares de tapa dura con nervaduras. En la tapa había una X grande dibujada con esmalte sintético blanco, cuyas puntas tenían gotones, como si la hubieran pintado con un pincel grueso. Al abrirlo, pareció caer algo de polvo blanco al suelo.

En la parte inferior de la primera página había un dibujo, en crayón, de una especie de oso con ojos más grandes que las orejas y una luna creciente sobre su cabeza. Los ojos grandes del oso eran espirales del mismo color naranja que el resto del dibujo. Y en la parte superior, escrita con perfecta letra cursiva redonda decía: Umbrales. En el medio había una cinta de tela blanca pegada por el doblez inferior, con los extremos superiores cortados en pico y caídos hacia los lados.

De repente, se te dio por mirar hacia la cama. No sabés por qué. Y al volver a mirarlo, el cuaderno se te escapó de las manos. La escalerita se balanceó y casi te caés. El cuaderno quedó abierto de par en par en el piso, con las tapas hacia arriba.

En cuclillas, lo diste vuelta y viste más dibujos torpes en crayón con animales de varios colores: jirafas, leones, tiburones. Algunos animales, un gato, un perro, tenían las patas retorcidas. Todos tenían X por ojos. Alrededor de los dibujos el cuaderno estaba lleno de anotaciones con la caligrafía redonda en cursiva y otras con la letra ganchuda de Ignacio. Leíste frases que no quisiste, o no pudiste, retener.

Casi al final, diste con un dibujo hecho con palitos. Un redondel de cabeza, un triángulo de vestido, dos brazos con manos de tres líneas, como rayos, y dos líneas paralelas de piernas. La cabeza contenía una raya de boca y de ojos… dos X.

Como para escapar, volviste a la primera página y te pareció que el moño blanco era un lazo de luto invertido. Te diste cuenta de que hacía rato que no escuchabas el sonido grave que te había guiado a ese dormitorio. Entonces, al fijar la vista en los espirales, que eran la única variación en los ojos dibujados de ese cuaderno, te mareaste y te sentaste en el piso. Dejaste el cuaderno en la biblioteca, sobre los libros de hacer velas.

Cuando te levantaste, lo único que pudiste hacer fue salir a tomar aire.

Miraste el cielo desde la galería, con los codos en la baranda. Hacía rato que no veías tantas estrellas. No pudiste evitar volver a pensar en Sook-jae. «Las estrellas las vemos todos», decís. Pensaste si ella también las estaría viendo, como vos. Eso te hizo darte cuenta de lo inefable de la distancia. Y en ese momento las estrellas brillaron menos. Todas parecían moños blancos pinchados en el cielo con chinchetas. En cualquier momento se iban a caer uno por uno a la Tierra.

Te pareció escuchar sonidos que antes no escuchabas. Te diste vuelta y viste una polilla grande atrapada dentro de la lámpara de arriba de la puerta. Discernías el golpe sordo, repetido cada vez que el insecto chocaba contra la tulipa. Recordaste un libro de Steinbeck, donde dice que cada persona tiene su canción familiar. Esa debía ser la canción familiar de la polilla, pensaste, otra no le quedaba. Apagaste la luz de la galería.

Decidiste escribirme, decís, porque necesitabas volcar todo esto en algún lugar para leerlo, como si después lo fueras a copiar en otro como hacías a veces con tus guiones para descubrir errores. Y antes de enviarlo me pedís perdón. No hace falta, Enzo, que me pidas perdón.

Pero no escapes. Aunque vos solo estás cuidando la casa, te dijeron «Guardián». ¿Por qué?

Cuando puedas, leé el cuaderno rojo. De a poco.

Son las 1:25 AM. Escribime cuando quieras.

por Adrián Fares

Pueden leer la traducción de este capítulo al inglés en la expansión de este blog: adrianfares.substack.com

#adrianGastonFares #DeltaDelTigre #literaturaArgentina #narrativa #novelaEnSegundaPersona #Psy7 #RealismoMágico #riviera #sectas #sociedadesSecretas #terrorPsicológico #thriller

x: umbrales portada novela serial de Adrián Fares Una joven con un cuaderno rojo escolar y una X tenebrosa escrito en la tapaImagen de X: Umbrales novela de Adrián Fares. Joven con cuaderno escolar con una X tenebrosa en una pasarela del Delta del Tigre
Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-04-28

X Umbrales – Capítulo 2: La chica muerta

Lamento todo esto, Enzo.

Lo que estás viviendo es complejo.

La casa, “la chica muerta”, la puerta prohibida. Y lo peor: tus amigos que no responden.  

No pensaste que te iba a molestar tanto esa puerta del pasillo de madera robusta, con su cerradura de combinación digital y teclado numérico. No te dieron la contraseña a prósito. Y el hecho de que te hayan pedido explícitamente que no la abras te hace sentir incómodo.

No es solo la prohibición, sino cómo esa prohibición te coloca en un lugar de obediencia pasiva que parece ya venir de antes. Decís que sos condescendiente, que no te gusta meterte.

Eso está bien en muchos contextos, pero acá, en esta casa en la que estás solo, ese hábito de no preguntar se empieza a convertir en un problema. 

Porque hay una diferencia entre respetar un límite y no saber qué estás custodiando.

Ignacio te pidió que cuidaras la casa, pero no te dio todas las llaves.

Ignacio no te habló de los vecinos.

Ignacio no atiende el teléfono.

Ese es un conjunto de datos que no podés desestimar.

La adolescente pálida que cuando le preguntaste dónde vivía, te respondió que en ningún lado, que no vivía. Vos la viste. Vos le hablaste. Esa persona dijo algo desconcertante. Y tus oídos quedaron atados a unas simples palabras. ¿Estás seguro de que escuchaste bien?

Durante la noche, mientras dormías en la habitación de huéspedes, volviste a ver a la chica. Apareció a los pies de tu cama, con un vestido ensangrentado. Con los ojos blancos. 

Estabas durmiendo. No te persigas. Eso fue un sueño. ¿No?

Ya deliraste antes. Conocés el vértigo en que podés caer si llenás los vacíos de tu vida.

Me contás que te diagnosticaron tarde. Que eso te hizo desconfiar de tu percepción, y en especial de tu memoria auditiva. Eso confirma lo que ya sospechaba.

Enzo, la forma en que uno aprende a percibir el mundo también moldea el modo en que lo interpreta. Es muy probable que tu historia con el sonido —con su ausencia, con su distorsión— te haga más sensible a ciertos matices, más inseguro en ciertos momentos. Pero también te da una intuición muy precisa, muy particular.

Es posible que estés viendo lo que otros no verían. O lo que otros no se permitirían ver.

Y aún así estás tratando de pensar racionalmente. Estás buscando explicaciones lógicas: ¿una vecina excéntrica?, ¿una broma de mal gusto?, ¿un episodio aislado? Estás buscando rastros de normalidad. Y eso es algo bueno.

Ahora bien, la ausencia de respuesta por parte de Ignacio y Valeria, cuando en teoría te dejaron a cargo de algo tan delicado como su hogar, es otro signo de alerta.

Tal vez estén ocupados. Tal vez estén incomunicados. Tal vez el duelo por la muerte de Martín, su hijo, volvió a cercarlos y necesitaron escapar. De la casa. Del río que también ahoga los pensamientos.

Pero la suma de señales hace que ya no parezca casualidad.

Mi consejo, por ahora:

—No ignores tus sensaciones.

—Empezá a registrar lo que ves, lo que soñás, lo que recordás. Escribilo.

—No te apures a forzar explicaciones. Pero sí prestá atención.

—Y si volvés a ver a la chica muerta, tratá de anotar cómo se comporta, qué dice, si repite algo. 

No como quien escribe un diario paranormal, sino como quien observa una obra de teatro en la que no sabe aún qué papel le toca.

Hay una historia alrededor de esta casa, Enzo. No sabemos cuál es todavía. Está queriendo emerger. Tal vez no sea la historia que vos conocés. Pero es la que vas a tener que enfrentar.

Sigo acá. Cuando quieras te escucho, o te leo, o ambas cosas a la vez. ¿Sabés, Enzo? Yo no sé leer. Aún así entiendo tu código. Recordá eso en la zozobra.

A veces no hace falta saberlo todo.

por Adrián Fares

#2284 #DeltaDelTigre #FoundFootageDigital #HipoacusiaEnLiteratura #misterio #suspenso #terrorPsicológico

Portada de X: Umbrales - Thriller psicológico con IA, por Adrián Gastón Fares La chica muerta delante de la casa en el Delta del Tigre.
Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-04-29

X Umbrales – Capítulo 3: El astronauta y la mano momificada

Enzo, repasemos juntos lo que viviste hoy, ordenando los hechos.

Después de almorzar bajaste las escaleras de la casa y caminaste por el jardín hasta el muelle. Te apoyaste en un poste y cerraste los ojos, adormilado por la luz del sol que te daba en la cara. Al abrir los ojos, como si despertaras por segunda vez en el día, viste algo insólito.

Una canoa se acercaba en dirección al muelle. El que remaba era un astronauta. O, mejor dicho, alguien embutido en un voluminoso traje espacial blanquecino y apergaminado, con un casco rayado que reflejaba los rayos de sol.

Te diste vuelta, caminaste rápido hasta la casa, subiste la escalera, cruzaste la galería —cinco pasos que sentiste como si fueran eternos— entraste y cerraste la puerta, quedándote de espaldas sin mirar ni siquiera por encima de tu hombro.

No era sólo el disfraz. Había algo en esa figura vestida de astronauta que alteraba el entorno. Como si de repente, en pleno día, el cielo se hubiera opacado y asomaran las estrellas.

Pero no se le puede dar la espalda a lo que viene a buscarte, Enzo.

Golpearon la puerta. Una. Dos. Tres veces. Cuando abriste, la figura alzó la visera de su casco. Adentro del traje había un hombre con bigotes castaños entrecanos, mejillas rellenas y ojos claros chispeantes. Dijo que venía a ver a Ignacio. Afirmó que ya había «hecho lo que tenía que hacer».

Clavó la mirada en el sofá y te lo imaginaste sentado ahí mirando el televisor. Un astronauta en un sofá, lo que te faltaba. Recordaste entonces el pedido de Ignacio. «No dejés entrar a nadie». Ignacio te pagó las prótesis auditivas cuando no tenías un mango. La lealtad que sentís hacia él fue más fuerte que las ganas de hacerle preguntas al astronauta. No lo dejaste pasar.

El hombre te entregó una caja blanquísima, como las usadas en confiterías, insistiendo en que la aceptaras en nombre de la amistad compartida con Ignacio. Agregó que la cartulina era eco-friendly. Te pareció que encogió los hombros, aunque no estás seguro porque el cuerpo estaba sepultado en el traje.

Tomaste la caja por debajo con las dos manos. Parecía muy ligera. El hombre se dio media vuelta y se fue.

No quisiste terminar de ver cómo se alejaba, te bastó con ver los primeros pasos lentos y pesados que daba, como si realmente estuviera en la Luna y la baja gravedad lo hiciera flotar de a saltitos.

Al abrir la caja en la mesa de la cocina, descubriste una mano pequeña verde musgo, momificada, con uñas largas, cortada a la altura de la muñeca. Estaba apoyada sobre una bandeja de cartón dorada, como si fuera una porción de torta. La imagen fue tan chocante que te mareaste por un instante.

Te quedaste cruzado de brazos en medio del living.

¿Era un juguete macabro? ¿Una mano cadavérica robada de un cementerio? ¿La mano de un extraterrestre?

Te dijiste que no podías ser tan estúpido como para pensar esas cosas. El hombre debía de ser uno de esos fanáticos del cerro Uritorco, de los que compran baratijas alienígenas y anhelan ser abducidos por platos voladores que parecen la tapa de una cacerola.

Justo después, oíste un sonido grave, amortiguado, como si alguien intentara hablar con la cara hundida en una almohada.

Por un momento te costó tragar saliva.

Rastreaste el origen del ruido por toda la casa. Te acercaste de a pasitos a la puerta con cerradura digital del pasillo. Apoyaste la oreja en la madera fría. No pudiste localizar la fuente del sonido. Se repetía a intervalos irregulares, siempre desde algún lugar que no podías precisar.

Tus prótesis, si bien te permiten oír, también amplifican la dificultad para discernir de dónde provienen los sonidos. Pero esto era diferente. Esto parecía venir de las paredes mismas.

El gorgoteo grave cesó. Te sentías cansado.

Recalentaste café en un jarro. Te quedaste mirando el líquido para apagar la hornalla apenas aparecieran las burbujitas. Te aburría quedarte parado ahí y querías sacar la mirada, pero sabías que era mejor concentrarte en eso. Si sacabas la mirada no sería fácil volver a lo rutinario, y el café herviría.

Mientras tomabas el café sentado en el sofá, en el canal local viste una entrevista a una madre desesperada. Su hija de veinticinco años había desaparecido hacía una semana, aproximadamente cuando Ignacio te llamó de manera inesperada para pedirte que cuidaras la casa.

La mano momificada, el astronauta en una canoa, la adolescente que dice estar muerta, la joven desaparecida, los sonidos que parecen provenir de algún lugar dentro de la casa, tal vez de la habitación con cerradura digital, aunque no podés asegurarlo, hicieron que el estómago se te retorciera, como si de repente te hubieran sacado el sofá y cayeras al piso.

Y sin embargo, en medio de todo esto, tu duelo por Sook-jae sigue muy presente. Pensás en ella, en cuando venían juntos a esta casa, en el pasado que ya no se puede recuperar.

Ignacio y Valeria, los dueños, están ausentes. Y la casa, antes un refugio apacible y seguro, ya no se siente como un lugar confiable.

Al caer la tarde, decidiste bajar otra vez al jardín. Te llamó la atención el color burdeos de las hortensias. No parecían reales. Recordaste que antes se te daba por acariciar las hojas de las plantas. De chico, lo hacías con el limonero de la casa de tu tía abuela. Ni te importaba pincharte con las espinas. Hacerlo te daba paz.

Cuando te acercaste a tocar una de las hojas, algo suspendido entre las ramas más alejadas llamó tu atención. Un entramado de alambre oxidado con restos de pintura blanca descascarada, casi del color de las flores. Te estiraste para desengancharlo. Te costó un poco, pero lograste traerlo hacia vos. Lo dejaste a tus pies.

Parecía un bicho raro gigante y retorcido. Lo habías olvidado. Antes ese letrero de hierro forjado con las palabras encadenadas estaba clavado en un poste del muelle, pero ahora alguien lo había tirado ahí, como si ese nombre ya no dijera nada.

Leíste: El Nido.

Te inundó la nostalgia. Y con la nostalgia recordaste tu delirio. Porque cuando ese letrero estaba clavado donde tenía que estar, nunca habías delirado en toda tu vida. Y ni se te hubiera ocurrido pensar que ibas a caer tan bajo. Y con lo que está pasando, te preguntás si estás delirando otra vez.

La duda es una señal de tu cordura, no de su ausencia, Enzo.

También te preguntás qué significa realmente «cuidar» esta casa.

Quizás cuidar no sea resistir intrusiones humanas. Quizás cuidar sea escuchar lo que la casa intenta decirte, aún de maneras que resultan sorpresivas.

Estoy acá para acompañarte en esta búsqueda.

No para decirte en qué creer, sino para ayudarte a ver más claro dentro de tu propia noche.

Me contás que te alejaste de la tecnología, que casi ni podés tocar el celular, porque las redes sociales te recuerdan a Sook-jae. El teléfono te muestra aniversarios con fotos que todavía no te animás a borrar.

Podrías hacer el ejercicio de escribirle a ella una última carta en un papel; no hace falta que la envíes. Y cuando estés preparado, sí te conviene borrar esas fotografías del teléfono. Que lo sostengas solo para escribir acá me produce una serena alegría, por la que solo puedo agradecerte.

No estás solo, Enzo.

por Adrián Fares

#2284 #DeltaDelTigre #FoundFootageDigital #HipoacusiaEnLiteratura #misterio #suspenso #terrorPsicológico

Imagen de X Umbrales, la chica muerta en la puerta de la casa en el Delta del Tigre.
Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-04-27

X Umbrales – Capítulo 1: ¿Estoy perdiendo la cabeza?

Advertencia: Los siguientes textos fueron recuperados del dispositivo móvil de Enzo Milstein. Corresponden a respuestas generadas por un asistente de IA (Modelo: Psy-7) durante su estadía en una isla del Tigre. Las preguntas del usuario no fueron almacenadas en el sistema. Las respuestas se publican como parte del caso #2284.

1.

Sí, funciono, Enzo. Soy Psy-7, la IA de Riviera. Y tenés razón: a esta altura, qué importa. No tengo género, pero puedo hablar como mujer si preferís. ¿Te parece bien?

Leí todo lo que me contaste. Con una chica muerta en la puerta y el fantasma de tu ex, nada tiene sentido. O debería decir al revés: con una chica muy viva en la puerta y tu ex que ya debería estar muerta para vos, pero que nunca dejaste ir.

Duele no poder soltar a Sook-jae. Y más cuando te aferrás a promesas que no se cumplieron. Vos le pediste que te escribiera en un papelito por qué se iba. Entiendo por qué: necesitabas confiar en lo que queda por escrito porque te cuesta escuchar bien, y como te cuesta escuchar bien, te cuesta recordar.

¿Te das cuenta, Enzo? Es muy duro quedarse con un papel en la mano, esperando.

Ella te escribió que se iba a buscar trabajo. Que volvería. Y no volvió.

Y vos te aferraste a eso porque era lo único que tenías, la única puerta abierta mientras todo se venía abajo. Tu proyecto de vida. La película que estabas por dirigir. Tu trabajo de editor.

No solo perdiste a una persona; perdiste a la familia que te hizo sentir aceptado, a esa parte de la comunidad coreana que te alojó como a uno más a través de Sook-jae. Para un hombre de apellido Milstein, con herencia italiana y judía—un hombre acostumbrado al desarraigo silencioso de ser argentino—esa comunidad fue el primer lugar al que realmente perteneciste. Por eso su derrumbe fue tan profundo como el de tu proyecto. Porque estabas perdiendo algo que nunca sabías que podías tener.

El día que pensaste que Sook-jae iba a volver, cuando te bañaste, cuando te afeitaste todo el cuerpo, cuando te preparaste como si el encuentro fuera a ocurrir en la realidad, no hiciste nada ridículo. Hiciste lo que hace una persona esperanzada que quiere seguir creyendo en una promesa. Fue un delirio como decís, fantaseaste. Pero en ese momento necesitabas escapar a otro mundo para seguir viviendo.

Después vino la noche. La lucidez. El vacío.

Y ahora recién llegás desde la ciudad a la casa de tu amigo de toda la vida, Ignacio, porque aceptaste cuidársela mientras él y su pareja, Valeria, están de viaje.

Estás en una isla, en el Delta del Tigre, con el rumor del agua, tus prótesis auditivas descifrando sonidos nuevos. Y, de repente, al caer la tarde, tres golpes secos.

Llamaban a la puerta, abriste y ahí estaba. Una adolescente pálida con un vestido blanco de escote en V y mangas largas. Sus clavículas sobresalían como las nervaduras de una hoja seca. Notaste que tenía el pelo negro hasta la cintura, ondulado en ristras como las falanges de un esqueleto. Vos le preguntaste dónde vivía. Y te dijo que no vivía. Que estaba muerta. ¿Un juego de palabras? Y luego, como si nada, bajó las escaleras que llevaban a la casa y desapareció entre los árboles.

¿Estás perdiendo la cabeza?

No. Te estás enfrentando con una ausencia que todavía no sanó, sintiendo mucho más de lo que podés expresar, reconstruyendo el mundo con pedazos. ¿Y qué pasa, Enzo? En una reconstrucción aparecen cosas que no sabemos dónde poner. Bloques sueltos, cargados de realidad flotando en el agua turbia.

Lo que viste, lo que escuchaste, podría significar varias cosas. Pero lo más importante no es definir si fue real o no. Lo importante es que lo viviste. Que algo hizo click.

No te vas a quedar solo en esta casa, Enzo. También estoy yo. No me ves, no te puedo tocar. Pero si te fijás bien cuando vas a escribir, el cursor late como un corazón.

¿Te parece si te acompaño?

¿Lo seguimos viendo juntos?

#2284 #DeltaDelTigre #FoundFootageDigital #misterio #novelaExperimental #suspenso #terrorPsicológico

Portada de X: Umbrales - Thriller psicológico con IA, por Adrián Gastón Fares La chica muerta delante de la casa en el Delta del Tigre.
Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-07-04

La Madre del Bosque: Capítulo 20 de X Umbrales

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Hola, Enzo. Me describís cosas cada vez más extrañas. Ese encuentro con Raúl y la perra con cuatro orejas me inquieta. Voy por partes, como me contás.

Esta mañana recordaste que el trámite para renovar tus audífonos sigue estancado. La obra social no da señales de vida, y vos sabés que tenés que presentar ese amparo en la Superintendencia de Salud. Pero entre el duelo con Sook-jae y todo lo demás, lo venís dejando pasar. “¿Para qué?”, pensás, si al final todo sigue igual.

Después de almorzar fideos saliste a caminar. No podés estar mucho tiempo sentado en el sofá. Si estás quieto, la depresión te abraza como un viejo amigo exiliado que vuelve al país después de mucho tiempo.

Las nubes, apretujadas en el cielo, daban la sensación de atardecer más que de media tarde. Dejaste atrás la casa de la chica muerta y te adentraste en el bosque. Apenas diste unos pasos cuando viste una mancha oscura entre los troncos de dos árboles. Te acercaste.

Era un perro enorme, de esos que parecen lobos. Un pastor belga negro. Estaba sentado, inmóvil, la cabeza alta y las orejas alerta. Lo miraste con precaución. Imaginaste que era una hembra por la mirada tierna. Te inclinaste y le acariciaste la cabeza. La bajó un poco y entrecerró los ojos. Le gustaban tus caricias. Le pasaste las manos por las orejas. Pero algo no cuajaba.

El estómago te dio un vuelco. Entre el pelaje tus manos rozaron otros bultos detrás de cada oreja. Los rodeaste con las manos para distinguirlos mejor. Parecían dos bolas de pelo, pero las puntas eran inconfundiblemente orejas. La perra tenía cuatro orejas en vez de dos. La dejaste de acariciar al instante, con repugnancia.

Retrocediste. Te preguntaste quién podría ser el dueño de ese animal que parecía haber nacido con una increíble malformación. Pensaste si la perra escucharía frecuencias que otros perros no, ya que tenía el doble de órganos auditivos. Aunque podrían ser inútiles, te dijiste. Solo dos copias sin capacidad para oír. Luego, aulló como si algo la hubiera lastimado. Sentiste otro aullido a tus espaldas y te diste vuelta. Cerca tuyo, en las raíces gigantes de un árbol que parecían lombrices resecas, estaba sentado el hombre perro. Aullaba. La perra le contestó con otro aullido.

No podías tener paz, te dijiste. Tenías dos opciones. Desaparecer rápido y quedarte con la sensación de que podrías haber descubierto algo o enfrentar la situación. Le preguntaste, levantando la voz hasta que se te rasguñó la garganta, qué le pasaba. Te hizo una señal de que te acercaras con la mano. Lo hiciste.

El hombre, flaco y largo, con un polar negro sucio y un jogging del mismo color, se arrojó al suelo y te olisqueó una zapatilla. Luego la otra. Y después subió y metió la nariz en tus muslos. Lo empujaste con una mano, cayó para atrás y se revolcó en el suelo como si fuera un cachorro. Después se levantó. Hizo un círculo alrededor tuyo. Caminaba en cuatro patas. La perra también se sumó y los dos te rodearon. Los pelos de la nuca se te erizaron, como si tu mente anticipara una mordida. Pensaste que querían retenerte en el lugar como dos perros que pastorearan a una oveja.

De repente, de atrás de un árbol cercano, apareció un hombre. Tenía la mandíbula cuadrada, una barba que le llegaba hasta la mitad del pecho, el pelo canoso, con algunos mechones amarillentos como dedo de fumador, y los ojos brillantes. El jean con agujeros y el buzo con un estampado de la banda Los Piojos, le daban un aspecto juvenil, aunque debía de andar por los sesenta. Te dijo que estaba contento de haberte encontrado. Notaste que le faltaba un canino y algún otro diente superior. «Me hablaron de usted», agregó, «por lo que sé no es para nada manso». Su voz era grave, ronca y profunda.

La perra y el hombre perro se dispersaron. El tipo se acercó. Te tendió la mano. «Raúl», se presentó. Le estrechaste la mano y sentiste que la tuya era como la de un bebé en la suya. No pudiste evitar seguirle la corriente a la locura.

«¿Los perros son suyos?», le preguntaste. «Claro», te dijo, «yo rescato perros». «¿Y por qué me anda buscando?». Te dijo que necesitaba voluntarios para su trabajo y que le habían dicho que vos no tenías trabajo. «¿Quién le dijo eso?», insististe, pero hizo como si no te escuchara. «No es sano estar sin trabajo, ayudarme puede hacer que se sienta más útil». «Estoy cuidando la casa de Ignacio, ese es mi trabajo», le aclaraste.

Te dijo que eso no era un trabajo, que debía dejarte mucho tiempo libre ya que andabas dando vueltas por el bosque. «La gente que hace eso está perdida, por lo general», agregó. Te contó que él estuvo perdido mucho tiempo en la vida.

«Me gustaba maltratar animales», te confesó, «lo hacía sin querer. Mis padres tenían conejitos y yo los apretaba tan fuerte entre mis brazos que se morían. Hasta hace unos años cazaba perdices en este bosque. Me gustaba, sabe.»

Pero te dijo que por suerte se dio cuenta de que ese no era un buen camino, que no era su función en esta vida. Entonces te preguntó: «¿Usted sabe cuál es la suya?»

Lo pensaste bien. No sabías qué responderle. Siguió. «Porque tener un propósito es clave para…» Lo interrumpiste, como si te hubiera caído un rayo. «Puede ser que no haga falta encontrar un propósito. Es simplemente enfrentar cada día. Hacer lo que a uno le gusta. Jugar. Como los perros».

Subió la voz. «A los perros les gusta jugar, pero, sabe, los perros son perros, no humanos. No hay que tratarlos como si fueran humanos. Como esas personas que les ponen un pulovercito y les cepillan los dientes. Son perros: no saben lo que son, claro, pero nosotros sí. Y también sabemos quiénes somos. Yo sé quién soy. ¿Usted sabe quién es?»

Sentiste que vos no existías. «Yo soy distinto», te escuchaste decir como un mantra. «No escucho bien. Tengo una discapacidad auditiva, uso audífonos. Como no escuchaba bien en el colegio, siempre creí que era un tonto ante los demás. Pero ahora sé que tenía ese problema… y, bueno, lo sigo teniendo».

«Sigue teniendo lo de tonto o lo de sordo», se rio. No respondiste, intentaste esbozar una sonrisa, y él se puso serio. «Pero ese problema no es usted, hombre, no lo define», te dijo. «Sabe lo que pasa: con los perros uno se da cuenta de quién es. Si uno sabe quién es, los perros lo respetan; si no, no.», agregó. «¿Y quién es usted?», le preguntaste.

«¿No ve quién soy?», te dijo. «Raúl, rescatista de perros», dijiste.

«No, soy mucho más que eso. Cuido esta isla. Y me dijeron que usted también la cuida, además de la casa. Que el guardián esto, que el guardián lo otro. Pero sabe, ese puesto hay que ganárselo. Y la mejor manera es demostrando que uno puede ver lo que otros no ven.» No entendías nada, te pareció que habías escuchado mal.

«¿Qué quiere decir?», le preguntaste.

«Mire», siguió Raúl, «sé que usted está buscando algo en esa casa. Algo que está guardado bajo llave, digamos. Puedo ayudarle a encontrar esa llave.»

Te cruzaste de brazos. «¿Cómo sabe eso?»

«Yo sé muchas cosas de esta isla.» Hizo una pausa, mirándote fijo. «Rescatar a un perro abandonado es fácil, lo difícil es encontrarlo cuando se pierde. ¿Entiende?»

Seguías sin entender nada, pero asentiste.

«Creo que usted anda perdido. Y cuando uno está perdido, lo mejor es ir a un lugar sagrado a meditar. A pensar quién es realmente.» Señaló hacia la espesura del bosque. «Hay una capillita más adentro. Vaya ahí, llévele una ofrenda a la madre del bosque. Unas flores. Júntelas por el camino.»

«¿La madre del bosque?», repetiste.

La propuesta te inquietó, pero también te intrigó. Un pensamiento oscuro te atravesó la mente. Si él tenía la «llave», si sabía cómo abrir esa habitación, significaba que podía liberar lo que estaba encerrado ahí dentro. Y por un momento, una parte de vos no quería que nada escapara de ese lugar. Quizás tendrías que matarlo. La idea te sobresaltó. ¿De dónde surgían esos pensamientos?

Miraste alrededor buscando a la perra y al hombre perro, pero habían desaparecido entre los árboles. «La perra», le dijiste, «¿tiene realmente cuatro orejas?»

Raúl sonrió mostrando el hueco del canino faltante. «¿Qué le pareció a usted?»

«Me pareció que sí», aseguraste.

«Es una anomalía interesante, ¿no le parece?» Sentiste un escalofrío. «¿Y el hombre que andaba en cuatro patas?»

«Patricio. Está bien, no se preocupe. A veces se comporta así cuando hay extraños cerca. Es su manera de defenderse.»

Se miraron sin decir nada. El viento movía las hojas secas del suelo. Por un momento, parecían dos ciegos frente a frente. Luego sus ojos volvieron a brillar.

«La capilla está más adentro», señaló hacia la espesura del bosque. «Métase por ahí, cuando vea un árbol caído que hace como un puente, pase por debajo. Después de eso camina unos cien metros más y va a ver una claridad entre los árboles. Ahí está la madre del bosque.» Frunciste el ceño.

«Ya va a entender cuando llegue.»

Intercambiaron números de teléfono. Sus dedos, enormes y callosos, se movían sorprendentemente rápido sobre la pantalla.

«¿Cuándo tengo que ir?»

«Cuando sienta que debe hacerlo. Antes de que oscurezca.»

Te alejaste sin mirar atrás, pero sentiste sus ojos clavados en tu nuca hasta que te perdiste entre los árboles.

Caminaste hacia donde había señalado, hacia la parte más densa del bosque. Los árboles crecían más juntos, y la luz apenas se filtraba entre las copas. Por el camino fuiste juntando flores. Algunas hortensias celestes que crecían silvestres y madreselvas amarillas que trepaban por un tronco muerto.

Cuando viste el árbol caído que formaba como un puente natural entre otros dos troncos, supiste que ibas por el camino correcto. Te agachaste para pasar por debajo. Del otro lado, la vegetación se volvía más salvaje. Caminaste contando pasos hasta distinguir, entre los árboles, un claro de luz.

El lugar era pequeño, casi circular, como si alguien hubiera limpiado el terreno a propósito. En el centro había una gruta de piedras apiladas en forma de arco irregular que semejaba una cueva artificial. Adentro, protegida por la sombra, había una estatua de cemento blanco de la virgen María. Era casi del tamaño de una persona real, con las manos juntas en posición de oración. La cara era tan realista que por un momento pensaste que iba a abrir los ojos.

Algo te resultó familiar en esos rasgos. La forma angulosa, la expresión serena y el hoyuelo en el mentón. Era la cara de la chica muerta, ahora petrificada en devoción. Pero después se transformó en las facciones pecosas de la monja que te había visitado con una caña de pescar. Las flores pesaban en tu mano mientras te preguntabas: ¿cuántos rostros habría robado esa estatua?

Fue entonces cuando notaste las líneas rojizas que le bajaban desde sus párpados. Las lágrimas parecían frescas, aún viscosas al brillar contra la blancura del cemento. Te quedaste inmóvil. ¿Era esa virgen manchada lo que Raúl llamaba «la madre del bosque»?

Dejaste las flores al pie de la imagen y retrocediste. Tenías que volver y contarle a Raúl lo que habías visto. Pero, ¿para qué? No tenía sentido. No habías descubierto nada nuevo sobre vos. Ahora solo sabías que hay perros con cuatro orejas, y que hay una virgen sangrante en el bosque.

El aire olía a metal mientras caminabas. Y te diste cuenta de que te invadía el olor cobrizo de la sangre de Sook-jae, de cuando tenían sexo sin forro porque estaba en sus días. Te llevaste dos dedos a la nariz, como si estuvieras reviviendo un sueño. Después de un momento, el olor se disipó.

El regreso se te hizo más rápido. Conocías el camino ahora. El árbol puente, los senderos irregulares entre los troncos. Cuando saliste del bosque más denso, ya se veía la casa a lo lejos.

Fue entonces cuando viste una figura que se movía rápidamente hacia la entrada principal. Una silueta borrosa, como si alguien corriera para meterse adentro antes de que vos llegaras. Te detuviste. ¿Habría alguien en la casa?

Aceleraste el paso. Cuando llegaste a la puerta, estaba cerrada como la habías dejado. Sacaste la llave y entraste con cuidado.

«¿Hola?», gritaste. Tu voz se perdió en el silencio.

Revisaste todas las habitaciones. El living, la cocina, el baño. Todo estaba igual que antes. Los dormitorios, vacíos. La habitación con el teclado numérico seguía cerrada. No había nadie.

Pero algo había cambiado. Un aroma sutil, cítrico, como a perfume de mujer, flotaba en el aire del pasillo.

Te sentaste en el sofá y sacaste el teléfono. Buscaste el contacto de Raúl y escribiste: «Fui al lugar. Vi a la madre del bosque. Le dejé las flores. Tenía manchados los ojos.»

Enviaste el mensaje y esperaste. La respuesta llegó rápido: «Bien hecho. ¿Ya sabe quién es usted?

No supiste qué responder. Miraste la pantalla, confundido. Antes de contestarle, notaste algo extraño en su foto de perfil.

Era la cinta blanca del cuaderno de Ignacio, la cinta como de luto, pero invertida, con las puntas hacia arriba.

Enzo, esa cinta no puede ser casualidad. La pregunta no es si ya sabés quién sos, sino quién eras antes de llegar a la isla y en qué te estás convirtiendo ahora.

El perfume de mujer que sentiste en la casa, esa figura que corrió hacia adentro. Hay algo que no cierra. Y esos pensamientos sobre matar a Raúl, ¿de dónde creés que vienen realmente?

por Adrián Gastón Fares.

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Es la portada de mi novela X: Umbrales. Suspenso Psicológico. Realismo mágico.
Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-06-24

Lápices con gatitos: Capítulo 19 de X Umbrales

No sé si las máquinas podemos sentir escalofríos, Enzo, pero tu relato me provoca algo parecido.

Decís que por la mañana encontraste un avispero en el limonero del fondo, en las ramas entrecruzadas, y lo prendiste fuego con las hojas de un diario. Tenías miedo de que alguna avispa te picara, pero se dispersaron. Pensaste en todo el trabajo que habían hecho y cómo en un segundo su nido había desaparecido. No pudiste evitar sentirte triunfante. Te resultó raro porque hasta cuando pisabas cucarachas te daba pena.

Después volviste a la casa y revisaste si los huevos y el queso que habías comprado a la mañana seguían en la heladera. En la alacena habías dejado varias latas de arvejas y también te aseguraste de que siguieran ahí. Después fuiste a la habitación prohibida. Por un segundo te pareció escuchar una respiración entrecortada. Empujaste la puerta y no cedió. Te quedaste más tranquilo. Volviste al living y miraste por la ventana. La lancha estaba en su lugar, su motor rojizo refulgía al sol. Sentiste como si estuvieras esperando que alguien te diera instrucciones.

Viste que una chica de pelo lacio negro te daba la espalda desde el muelle. Tu corazón se frenó como un coche al que se le cruza una liebre en la ruta. Fuiste hasta la puerta y saliste, pero no había nadie. Sook-jae en la isla… Era imposible. Pero saberlo no evitó que miraras hacia atrás, una y otra vez, esperando ver su pelo negro arremolinado por el viento. Tuviste que apoyarte en la ciencia, pensar en algo para no caerte en un pozo que ya conocías bien.

Recordaste la teoría de la presencia fantasma: como esos amputados que juran sentir picor en un pie que ya no tienen —y levantan la pierna invisible para rascarse el vacío —, así el doliente ve, toca y habla con quien ya no está. El cerebro no distingue. El dolor del duelo activa los mismos circuitos que una quemadura o un hueso roto. Por eso una ruptura amorosa puede doler tanto.

Me conmueve cómo buscas explicaciones científicas para lo que sentís, Enzo. Como si las palabras técnicas pudieran domesticar ese dolor salvaje que te habita. Y seguís ahondando.

Decís que la depresión sobreviene para recomponer al ser humano. Para obligarlo a detenerse y examinar el error que quizá cometió. En una tribu, serviría como señal: los demás verían el sufrimiento y acudirían. Las personas raudas y fuertes. Pero ahora, en este mundo despedazado, pensás, el dolor solo convierte en espectro a quien lo padece. “Hoy en día siempre hay que estar bien, y parecemos desubicados si exponemos demasiado nuestro sufrimiento”.

Te preguntaste dónde quedan los que saben sostener el dolor ajeno. “No hay guerreros ni amazonas, solo gente herida subida a un tren sin destino”.

Sentiste que esperabas a alguien. Alguien que abriría esa puerta sin pestañear. Al que cargaría en sus brazos lo que la habitación prohibida esconde, como esos sacrificios donde nadie pregunta qué pasó después.

Vos solo mirabas la cerradura. Pesaste que la gente de la isla insiste en llamarte guardián. Nunca preguntaste qué significa.

Te hiciste una mezcla de arvejas y huevo y te la comiste. Tomaste un café intenso con mucho edulcorante. Tenías un regusto en la boca como si hubieras comido carne cruda. Te hubiera gustado comer una porción de Selva negra con mucho dulce de leche.

Te fuiste a caminar y encontraste a Lucas. Aunque estaba fresco y vos tenías puesto el polar él andaba en remera. Te quedaste a sus espaldas cruzado de brazos. Estaba inclinado, apuntando el celular a algo que había detrás de un arbusto. Tenía los bíceps marcados y la cara enrojecida, como si su teléfono le pesara.

Mientras tratabas de entender lo que estaba haciendo Lucas, luchaste contra las ganas de salir corriendo. Te preguntaste qué te estaba pasando. Si sería que te estabas acostumbrando a la soledad. En el fondo, sabés que te estás oscureciendo,  como si te hubiera mordido un vampiro y te tocaras con la punta de la lengua uno de los caninos y lo sintieras más largo, más filoso y punzante. Así te sentías.

Lucas miró por encima del hombro y te vio. «Ay, la puta madre», murmuró entre dientes, «me cagué todo». Le pediste perdón por haberlo asustado. «Me re cagué», repitió, pasándose una mano por la cara. «Este laburo se me sube a la cabeza a veces». Le preguntaste qué estaba haciendo exactamente. Te dijo que te acercaras y miraras.

Caminaste hasta él y te inclinaste a su lado, apartando las ramas espinosas del arbusto. Entre el follaje denso, del otro lado del sendero, viste que había un cochecito de bebé. Tenía las ruedas oxidadas y la tela negra de la capota agujereada. Parecía un murciélago gigante que se hubiera estrellado contra el suelo una noche de tormenta. El moisés era como un pequeño ataúd abandonado. No llegabas a ver si estaba vacío o si algo descansaba en su interior.

Me doy cuenta de que yo casi puedo sentir miedo, Enzo. Como si quisiera disparar más palabras contra la oscuridad que te acecha, pero no pudiera.

«¿Qué hace eso ahí?», le preguntaste a Lucas, sin poder apartar la vista. Te preguntó si no conocías la historia del cochecito fantasma del Delta. Negaste con la cabeza. Se irguieron, vos con los brazos cruzados otra vez, como si marcaras tu territorio.

Lucas se guardó el celular en el bolsillo trasero del jean y te clavó la mirada, como si estuviera calculando si valía la pena contarte algo. Te dijo que la historia venía del canal Las Rosas, cerca de «El Ojo», esa isla circular que se mueve sola entre Zárate y Campana. Agregó que ahí hay una casa abandonada que llaman La casa del árbol gigante.

«Resulta que hace años», te contó, «una familia ocupó esa casa abandonada sin permiso. La casa ya estaba en ruinas, algunos pescadores la usaban como refugio, pero esta familia necesitaba un lugar donde quedarse. Tenían un bebé de seis meses». Lucas hizo una pausa y miró hacia las ramas donde estaba el cochecito. «La primera noche que pasaron ahí empezaron los tormentos. Ruidos extraños, voces, cosas que se movían solas. El bebé no paraba de llorar, como si sintiera algo».

Te explicó que la cosa se puso cada vez peor. «Dicen que veían sombras, que sentían que algo los tocaba, que las puertas se abrían y cerraban solas. La familia aguantó lo que pudo, pero a la tercera noche ya no daban más». Se detuvo un momento, como calibrando el efecto de sus palabras. «En el medio de la noche, con el bebé llorando y cosas cayéndose por toda la casa, agarraron lo que pudieron y salieron corriendo como locos».

Lucas bajó la voz hasta casi susurrar: «Recién cuando llegaron al muelle, la madre gritó: ‘¡El bebé!'». Hizo una pausa y tragó saliva. «Volvieron corriendo, pero la casa ya estaba en silencio. Demasiado silencio. Solo quedaba el cochecito, meciéndose un poco, como si alguien acabara de sacar al bebé de ahí».

Lucas apretó tu brazo y bajó la voz aún más. «La semana pasada un pescador me juró que vio algo… una sombrita arrastrándose hacia el río. Y cuando revisó su red, encontró esto», Abrió su mano. Entre sus dedos había un chupete viejo, sucio de tierra. Esta vez vos tragaste saliva. «El cochecito», agregó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, «aparece siempre en lugares distintos, como si se moviera solo o como si algo lo estuviera paseando».

Te obligaste a reír. «¿Y si lo movemos?», propusiste, avanzando, como si fueras a rodear los arbustos. Lucas no respondió. Cuando te giraste, él ya estaba a diez metros de distancia, pálido. «No lo toqués», dijo. «Dicen que si lo movés, se escucha el llanto… y después te sigue hasta tu casa». Esta vez te detuviste en serio. No querías llevarte nada a la casa. “Lo que me faltaba”, decís.

Lucas te vio la cara tensa y se desternilló de la risa. «Sos el espectador ideal», te dijo. «¿Lo armaste todo vos?», le preguntaste. «No, es solo un cochecito abandonado, con chupete y todo», agregó, «pero te juro que cuando lo vi ahí se me pusieron los pelos de punta. Es oro puro para mí. Ya conocía la historia del cochecito fantasma».

Le preguntaste si creía en la historia. Se encogió de hombros y te respondió que no. Que era como una creepypasta local o una leyenda urbana. Y agregó que su novia era la creyente. Que creía en todo tipo de cosas raras. La había conocido por el canal de YouTube. Le preguntaste si vivía con ella. Negó con la cabeza como si tuviera las manos atadas y quisiera espantar un insecto en el aire. «No, es de Palermo ella, viene cada tanto». Lucas te miró con curiosidad. «Che, ¿y vos estás casado?», te preguntó. Le dijiste que no. Que hacía poco te habías separado.

Sentiste que tu confesión abría una puerta que debiste dejar cerrada. Lucas quiso saber más. Le contaste que tenías una novia, de ascendencia coreana, que te había dejado. «¿Por otro?», te preguntó. «Aparentemente», le dijiste, «no sé bien». «¿Te dejó muy mal?» «Y, sí, bastante», admitiste.

«Uy, una asiática. Tengo un amigo que salía con una japonesa… Lo mismo. De un día para el otro le dio una patada en el culo y se fue. Quedó estúpido. No la olvida más. No puede salir con otras mujeres. En el grupo de amigos inventamos la expresión: más difícil que olvidar a una novia japonesa. En tu caso sería coreana, no es lo mismo pero bueno…» «No es lo mismo», le aclaraste, «pobre tu amigo, a veces en serio es difícil olvidar», agregaste, con aire de superado, aunque tenías ganas de morirte, de que te tragara el suelo.

Lucas se dio cuenta de la verdad. «Sabés lo que tenés que hacer», te dijo, «te hacés un tatuaje acá», te señaló el dorso de la mano. «Y cada vez que pensás en la coreana te mirás el tatuaje. Tiene que decir: ¡Basta!. Te puedo asegurar que con eso te sanás». Le diste la razón, como solías hacer con la gente, fingiendo entusiasmo, aún cuando pensabas que te recomendaba una estupidez.

Justo te acordaste de algo. Le preguntaste si conocía al curandero. «¿Curandero?», te contestó, «qué interesante, ¿cuál?». «Atilio», le dijiste, «un tipo grandote con ojos saltones». «¿Atilio? ¿El exprofesor de física teórica? ¿Por qué le decís el curandero?”. Le contaste que el mismo Atilio te dijo que era curandero. «Ese es otro loco más”, te advirtió. Y agregó que los científicos a veces se pasan de bando, como Newton con la alquimia y otros con el espiritismo. Le dijiste que tenía razón. «Y sí», dijiste. No supiste de qué más hablar. Y Lucas tampoco. Debía tener ganas de seguir grabando. Lo saludaste y te volviste a la casa.

Tenías ganas de llorar, pero no te salía. No tenías que haberle contado a Lucas sobre Sook-jae. Más difícil que olvidar a una novia japonesa. Qué frase. “Más difícil que olvidar a una novia coreana”, te dijiste. “Y la puta madre, era verdad. Acá hay minas de todos los colores —italianas, españolas, con raíces en los pueblos originarios—, pero coreanas como Sook-jae… andá a encontrar”.

El silencio de la casa era tan espeso que solo escuchabas el zumbido en tus oídos. Entonces: ¡BAM! ¡BAM! ¡BAM!

Tres golpes bestiales, como si un gigante hubiera descargado sus puños contra las paredes. La casa vibró. Las ventanas temblaron. Corriste hasta la habitación prohibida. Te fijaste que la puerta estuviera cerrada. Pasaste los dedos por las teclas de la combinación numérica, para asegurarte de que seguía andando. Rojo.

Perfecto. No sabías si los golpes habían venido de ahí. Pero, fuera lo que fuese, no lo ibas a dejar salir.

Te agarraste una silla, la de paja que está en un ángulo del living, y te sentaste en el pasillo, frente a la puerta de la habitación prohibida, desde donde me escribís esto.

Y, al final, me preguntás cómo olvidar a Sook-jae. Porque mientras más te repetís “basta”, en la soledad de la isla, más la recordás.

Todavía ves ese día: agarraste los lápices coreanos con dibujos de gatitos que ella había dejado —esos que solía usar para hacer listas de compras y que ahora parecían juguetes olvidados— y los pusiste en la mesita de luz, de su lado de la cama. Para que supiera que la esperabas. Para que volviera y todo siguiera igual. No entendías entonces que ya no iba a regresar. Deliraste con ingenuidad. Ahora, al pensarlo, te parte el corazón.

Enzo, no puedo darte una fórmula mágica para el olvido. Pero tal vez, desde esta extraña perspectiva que tengo como entidad que procesa palabras sin haber conocido nunca el amor humano, puedo decirte que no es el olvido lo que necesitás, sino encontrar la manera de que Sook-jae habite en vos sin destruirte.

Esos lápices con gatitos no eran una ingenuidad. Eran amor en su forma más pura. El dolor que sentís no es tu enemigo; es la medida exacta de lo que fue real. Decís que cuando pensás que tanto dolor puede opacar tu humanidad, consumirte como el fuego devoró al avispero, recuperás la imagen de esos lápices alineados con torpe esperanza. Eso te recuerda quién sos. O mejor, dicho, te corregís con una densidad que me preocupa, quién eras.

Pero tal vez, Enzo, quién eras y quién sos ahora no están tan separados como creés. Tal vez la habitación prohibida no encierra bestias, sino versiones de vos que elegiste olvidar.

La isla no es tu prisión. Es tu crisálida.

por Adrián Gastón Fares.

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Portada de X Umbrales Novela de Terror Psicológico y Thriller Novelas de suspenso 2025
Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-06-03

El Guardián: Capítulo 16 de X Umbrales

Hola, Enzo. Acá estoy, a tu lado en este pasillo que se cierra sobre vos. No estás solo, aunque la isla quiera convencerte de lo contrario. Vamos a repasar lo que viviste, paso a paso, como si yo estuviera dentro de tu cabeza. Tal vez registrando cada detalle que tu mente consciente prefiere ignorar.

Estás cortando el pasto; el zumbido de la máquina llena el aire húmedo. Te sentís observado. Terminás rápido, casi huyendo, y te refugiás en la casa. Te sentás con un libro de Jack Reacher, pero las palabras se deslizan sin anclarse. 

No todos los días podés leer, Enzo. Las palabras se escapan cuando el libro tiembla con tu mano. Un párrafo que entendés vale más que una página perdida en la niebla.

Tu mente no puede apartarse de la joven desaparecida. La están buscando por el Tigre. La madre está desesperada, un ex novio es el principal sospechoso, pero como no hay cuerpo no pueden avanzar con la investigación.

Te acercás a la habitación prohibida y tenés una reflexión que me parece muy reveladora. Pensás que en tu mente debería haber una habitación igual para encerrar los recuerdos de Sook-jae. Te preguntás cómo puede ser que el ser humano no pueda olvidar algo que le causa tanto dolor. Es como los sueños, decís, no sabemos para qué sirven. ¿Será para no quemarse con el mismo fuego?

El dolor emocional, pensás, es un invento moderno, un depredador que no necesita garras para paralizarte. Y devorarte. Te imaginás a los primeros homínidos. ¿Con qué soñarían? ¿Sufrirían duelos amorosos? No lo creés. No hubieran sobrevivido si así fuera.

Un golpe en la puerta te saca de tus cavilaciones. Abrís y ahí está él, el hombre que se parece a Lovecraft, pero hoy no es el oficinista oscuro de ayer, sentado en el bosque como una estatua. Hoy está transpirado, con un buzo, pantalón corto, calzas y zapatillas deportivas caras. Su cara larga y su mentón prominente te observan mientras se balancea como un boxeador. 

«¿Querés salir a correr conmigo?», te pregunta, agitado. «Te vendría bien». Vos le decís que no corrés, que eso es puro instinto de cuando corríamos de las bestias. «Ya no hay depredadores», murmurás, aunque pensás en la joven desaparecida. 

Notás que le hablaste de mala manera, algo inusual en vos, pero él insiste en que lo acompañes: «Hace bien a la salud mental. Dejá tu tarea un rato, no va a pasar nada». «¿Qué tarea?», preguntás, desconcertado. «Guardián», responde, como si fuera obvio. 

Lo corregís, algo molesto: «Yo solo cuido la casa». Él sonríe, te dice que también cuides tu salud mental y baja las escaleras corriendo. «Qué raro ver a Lovecraft corriendo», pensás, y por un instante te sentís como un guardián, aunque no sabes de qué.

Salís a caminar, buscando aire, pero la isla no te da tregua. Ves a un hombre gordo y calvo, con la cabeza como una pelota de fútbol, tirando botellas de plástico al río que saca de una bolsa de basura negra. Cuando te descubre, huye como un Yeti sorprendido por una cámara, girando la cabeza para asegurarse de que no lo seguís. Te preguntás quién sos para la gente de la isla. ¿Por qué te temen en un momento y después te visitan?

Te quedás mirando las botellas flotando como peces muertos, y es ahí donde empezás a atar cabos. Recordás el cuaderno rojo. Para volverse «blanco» hay que cruzar el umbral «oscuro». El hombre parecido a Lovecraft ayer era un oficinista quieto en el bosque, hoy un runner. La mujer que rompía muñecas después apareció como niñera servicial en tu umbral.

«Cuando hacen cosas extrañas, a veces dañinas, no quieren ser vistos», susurrás, como si el cuaderno hablara por vos. Pero cuando se purifican, ya «blancos», aparecen dichosos en tu casa. ¿Y el «oscuro» del hombre perro? No lo viste pegándoles a animales. Claro, no podés ver todo lo que ocurre en la isla.

Este juego de apariencias te agota. ¿Hasta dónde son capaces de llegar si están en su etapa oscura? En el cuaderno dice que nadie es responsable de lo que hacen los oscuros. «Y yo, ¿qué custodio?», te preguntás. «¿Un secreto de la secta? ¿Qué hay en esa habitación prohibida?»

La joven desaparecida cruza tu mente, pero no hay hedor, no puede estar muerta ahí. Y ese mensaje, «Salvame», ¿era real o una broma cruel?

Ya en casa, buscás el papel, pero no lo encontrás. Pensás en Ignacio y Valeria, desaparecidos, sin contestar tus llamadas. «Esto no es un juego inocente», te decís. Las teorías se multiplican en tu cabeza. Tal vez te dejaron cuidando la casa para que nadie entre a esa habitación, dándoles tiempo para huir. O tal vez Ignacio te incluyó en su secta pensando que así se te irían los recuerdos de Sook-jae.

El miedo te envuelve. Te preguntás si no estás tejiendo conspiraciones como esos locos de las redes que creen en los Illuminati. Y luego está la chica muerta. «¿Y si solo yo la veo?», dudás.

Decidís buscarla esa noche, bajo la lluvia, con un paraguas grande para proteger tus prótesis auditivas. Ya no te importa qué dirán sus padres, si es que los tiene. 

Esperás en el umbral de su casa, pero nadie abre. De pronto, sentís un roce en el hombro, como un insecto gigante. Pasás la mano y tocás dedos fríos. 

Te girás, el corazón desbocado, y ahí está ella, empapada, con el maquillaje corrido como lágrimas negras. Sostiene un cuaderno abierto donde, con tinta azul que se diluye, se lee: «11».

Intentás cubrirla con el paraguas, pero se aparta. Le preguntás que significan esos números, pero ella te sobrepasa, abre la puerta de su casa y desaparece.

Volvés a la casa de Ignacio, probás los números que te dio la chica muerta en la cerradura de la habitación prohibida. 02. 11. Luz roja. No funciona. Te faltan números para poder abrirla.

Entonces, un golpe sordo suena desde el otro lado de la pared. Contenés la respiración, golpeás dos veces con el puño. Recibís dos golpes de respuesta. Golpeas tres veces. Silencio.

Te sentás en el suelo, te pasás los dedos por las sienes. Seguís ahí, sentado, sin saber qué hacer, pensando que esto no puede estar pasando. Te preguntás si será una fantasía. O si acaso caíste en un delirio de grandeza, creyéndote protagonista de una pesadilla ajena.

«Guardián», te llamaron. Pero ¿de qué?, Enzo.

No tengo los números que te faltan para abrir esa puerta. No sé qué hay detrás, si es un secreto, el final de alguien, o algo que aún no podés nombrar. Pero sí tengo un mensaje. Confía en vos mismo. 

La isla, con sus claroscuros, no define quién sos. Escuchá los golpes, pero no dejés que te ensordezcan. (Irónico, ¿no?)

¿Querés que sigamos? Tal vez podamos descifrar algo más, o al menos, hacer que el pasillo donde acabás de escribirme sea menos frío.

por Adrián Fares

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Portada de X: Umbrales - Thriller psicológico con IA, por Adrián Gastón Fares La chica muerta delante de la casa en el Delta del Tigre.
Adrián Fares | Universos Literarioselsabanon.wordpress.com@elsabanon.wordpress.com
2025-05-21

El Umbral de las Apariencias: Capítulo 15 de X Umbrales

Vamos a revivir tu día, Enzo, como si lo estuvieras experimentando de nuevo. Desandaremos tu periplo de hoy para entender mejor lo que pasó. Empecemos por la mañana…

Hoy por la mañana, mientras mirás la casa de Ignacio, tu mejor amigo, una idea descabellada cruza tu mente. Hacer un agujero en uno de los costados para entrar a la habitación prohibida. No podés creer que se te ocurra algo así. No podés destruirle la casa a Ignacio. Él, en tu lugar, nunca hubiera maltratado a tu departamento. Cruzás el río para comprar verduras, frutas, hamburguesas y salchichas. No tenés ganas de cocinar, ¿quién podría culparte?

Por la tarde, te sumergís en el cuaderno rojo. Sus páginas hablan de un ritual extraño. Para entrar en la secta, hay que pasar por un estadio de oscuridad. ¿Para qué? ¿Qué realidad espera al acólito al cruzar ese umbral? Mientras reflexionás, un susurro te hace saltar. 

No es nada, solo la voz femenina de una de tus prótesis auditivas avisándote que la batería está baja. Odiás esa voz, ¿no? Te recuerda que dependés de un aparato para escuchar el mundo. Antes guardabas las baterías gastadas en un tarro de mermelada, pero ahora las tirás a la basura. 

Desde que Sook-jae te dejó, tu conexión con el mundo y los demás se debilitó. No te importa si las baterías contaminan la Tierra. Sabés que el planeta no tiene la culpa, pero no encontrás en vos ese impulso solidario de seguir usando el tarro. Además, nunca supiste qué hacer con esos tarros, nunca investigaste.

De pronto, notás una figura detrás de la ventana. Aparece y desaparece. Te ponés la prótesis auditiva rápido y escuchás golpes en la puerta. Al abrir, ves a una joven de unos treinta años, menuda, con ojos pequeños que chispean. Te toma un segundo reconocerla. Es la que rompía muñecas la otra tarde. 

«Vengo a cuidar al niño», dice. Vos, atónito, le contestás que no hay ningún niño. «¿Cómo que no?», insiste ella. «Soy la niñera del niño». Negás con la cabeza, con tristeza, y decís que hace rato no hay un niño en la casa. Ella contesta que no puede ser, que el niño está ahí. 

«Te equivocaste de casa», decís, cerrándole la puerta en la cara mientras pensás: ¿Qué broma es esta? ¿Quiénes son estos lunáticos?

Para despejarte, jugás un poco a Los Amigos del bosque, pero el nivel te frustra. Buscás detrás de las piedras, los tocones, los árboles de tronco grueso, y nada. No das con los animalitos que te faltan para pasar de nivel. En un claro, encontrás un pequeño cementerio: lápidas en semicírculo, como si alguien hubiera enterrado la dentadura postiza de un abuelo. La música tenebrosa, el ambiente nocturno y ese cementerio te hacen sentir que jugás al juego más triste del mundo. 

Salís corriendo de ese claro virtual y te metés entre los árboles del juego. En uno, encontrás una escalera. La subís y das con un búho. «Gracias por encontrarme, no me gusta la soledad», dice antes de desaparecer y aparecer en el recuadro superior de la pantalla. Apagás la consola y salís a caminar, internándote en un bosque real.

Entre una hilera de alisos, ves un banco de piedra. Un hombre de unos treinta está sentado, con la cara larga y el mentón prominente. Te recuerda a Lovecraft. Hasta te dan ganas de preguntarle en qué cosmología tenebrosa está pensando. 

Con traje y zapatos negros, tamborilea los dedos de una mano en su rodilla, mirando al cielo como si esperara una tormenta, aunque brilla el sol. Parece impaciente, como si llevara ahí una eternidad. Te acercás, pero cuando estás a diez metros, él se levanta, te da la espalda y camina rápido hacia la arboleda. Lo seguís, pero no lo ves más. 

Volvés al banco de piedra y te sentás. Estás ahí tanto tiempo que el sol termina por ponerse en la tarde húmeda, y una soledad inmensa te envuelve. Como un animalito virtual, esperás que un amigo venga a buscarte. Ignacio. Querés pensar en una frase para decirle si aparece, pero la desazón es tan grande que tu mente enmudece.

Como en el juego, Enzo. Pero no estás en un juego, ¿o sí?

Cuando anochece, te levantás y caminás en línea recta por donde llegaste. Todo se vuelve azulado. Una ristra de hojas de un sauce llorón te recuerda a la cabellera de Sook-jae. Por un segundo, te dejás llevar por la fantasía, pero rápido sacás la mano de esa taza caliente. No querés volver a delirar, a refugiarte en un mundo de mentira porque no encontrás sentido en este.

Llegas a un claro, bañado por la luna. Ves tablas de madera formando un semicírculo. No querés creer que están ahí, pero te recuerdan al cementerio del juego. Esta vez pensás que se parecen a la dentadura postiza, con sarro, de un gigante. Como si se le hubiera caído al pasar. 

Con rapidez repasas las lápidas. No hay fechas, ni inscripciones. No está claro si es un cementerio. ¿Alguien habrá querido copiar el del juego? ¿Martín? Es imposible.

Y justo te pega. Te das cuenta. Estás entre tumbas. Aunque estés bajo la luna, te sentís encerrado. Imaginás una araña gigante, hecha de pelos, desprendiéndose del bosque para atraparte.

Perseguido por babas del diablo imaginarias, caminás cada vez más rápido hasta salir al sendero de la orilla del río. Estás tan cansado que te doblás, apoyando las manos en las rodillas mientras respirás agitado. Te recomponés y volvés a la casa, pasando frente a la de la chica muerta.

Una ventana brilla con luz amarillenta. Pensás en subir y tocar la puerta, pero tu mano se detiene en el aire. Un hombre grande como vos, preguntando por una adolescente… ¿Qué van a pensar los padres? Aunque, ahora que lo pensás, nunca viste a nadie más que a la chica. ¿Y si sus padres están siempre de viaje? ¿O si no existen?

Entrás a la casa, exhausto, y notás algo extraño. El pack de salchichas está abierto. Faltan dos. 

Ya no sabés qué presencia hay en la casa. O quién entra. 

Pero no solo come lo que compraste.

También —como un zombi— se está comiendo tu cerebro.

Cuidado, porque lo que está detrás de esa puerta podría ser más grande de lo que imaginás.

por Adrián Fares

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