X: Umbrales – Nueva Versión – Capítulo 5: El Dios del Sueño (expandido)
Nota del autor: Este capítulo fue completamente reescrito y expandido. La versión anterior tenía 500 palabras; esta versión tiene más de 2.100. Si ya lo leíste, te recomiendo leerlo de nuevo porque cambió sustancialmente. También te recomiendo visitar el índice y leer las entradas anteriores que fueron reescritas y expandidas. Índice X: Umbrales
Hoy te costó dejar la cama, Enzo. Cada vez que abrías los ojos y veías los rayos de sol que entraban por la rendija de las cortinas, los volvías a cerrar y al instante te quedabas dormido de nuevo. Te da miedo que te agarre depresión. «La cama te chupa», decía un camarógrafo que se tuvo que tomar licencia por depresión profunda.
Cuando finalmente te levantaste, tenías la boca seca y fuiste directo a buscar algo fresco a la heladera, pero al pasar por el frutero de mimbre fue como si una mano te apretara el pecho y te detuviera. Te quedaste mirándolo. Faltaban frutas. Estabas seguro de que había más bananas, más manzanas. No sabés si contaste mal o qué.
Comiste dos manzanas, como si tuvieras miedo de que fueran a desaparecer todas. En el lavadero llenaste un balde de agua y la dejaste caer en cada maceta de la galería. Solo un poco, no querías volver a llenar el balde. Por suerte hay más suculentas que otra cosa, así que no necesitan mucho cuidado.
Cuando entraste al baño, el piso estaba mojado. La tapa del inodoro estaba bajada. No recordás haberlo dejado así. Te preguntás si será que se cae sola porque están desgastadas las bisagras. No lo parece. A vos nunca se te cayó.
En cuclillas, viste que el agua caía por la unión entre la mochila y la base del inodoro, formando ese charquito en las baldosas. Sacaste la tapa de la mochila. El flotante estaba trabado contra la pared del tanque. Lo moviste hasta que el brazo encajó bien y el agua dejó de fluir. Te sentiste bien; pensabas que no ibas a poder arreglarlo.
Después agarraste dos huevos, una lata de arvejas e hiciste un mejunje que comiste de pie, directamente de la olla, apoyado en la mesada de la cocina. Tomaste un café; te olvidaste de comprar edulcorante así que le pusiste azúcar. Parecía piedra; tuviste que rasquetear con la cuchara para que se deshiciera. Ibas a prender la televisión para ver si había alguna novedad sobre la chica desaparecida. Golpearon la puerta con tres toquecitos rápidos.
Era una monja joven, de unos veintitantos, con hábito blanco hasta los tobillos y mejillas pecosas bajo el velo. Pensaste que te iba a dar un sermón, pero era todo sonrisas. Tenía los dientes chiquitos y eran tan blancos como el hábito. Le preguntaste si necesitaba algo, si estaba todo bien. Contestó que estaba todo «muy bien».
Se presentó. Le decían Vivian, pero prefería que la llamaran la monja pecadora. Le preguntaste si era un chiste. «¿Qué cosa?», te dijo. «¿Te dicen la monja pecadora?», dijiste. «Pecadora, no. Pes-ca-do-ra», te corrigió. «Tengo pecados como todo el mundo, pero no tantos para que me llamen así: la monja pescadora, acordate». Señaló una caña de pescar que estaba apoyada contra el marco de la puerta. El reel de la caña destellaba al sol. Parecía recién comprada.
Preguntó por Valeria. Le dijiste que estaba de viaje con Ignacio. Miró por encima de tu hombro y dio un paso para meterse dentro de la casa, pero te interpusiste. Entonces te preguntó cuándo volvían las reuniones. «¿Qué reuniones?», dijiste. Pero no dijo nada. Otra vez esa sonrisa radiante. Te sentiste culpable por no saber qué responderle y le dijiste que estabas solo, cuidando la casa.
Dijo que a veces pensamos que estamos solos, pero que siempre hay algo que nos acompaña. Y agregó que iba a rezar por tu soledad. Te preguntó si eras creyente.
No sabías qué responder. Siempre te equivocás con las definiciones, nunca sabés bien qué es ateo, agnóstico, etc. Te lo pueden explicar cincuenta veces y te olvidás una y otra vez. Recordaste a una compañera de trabajo que te decía que leyeras a Spinoza, que el panteísmo era lo tuyo. Pero le dijiste que solo creías que había algo más en el universo, que no alcanzaban las palabras para definirlo. Contestó, con los ojos apenas turbados, sin dejar de sonreír, que iba a rezar por tu soledad, como si te conociera.
De repente tenía una cruz en la mano que sostenía ante tu cara, como si fuera a darte la extremaunción. La cruz bien plana y la cadena gruesa eran de acero. Parecían medio truchas. «Las personas pueden fallarte, pero el Señor nunca nos abandona», dijo. Te puso en la mano el colgante. Luego agarró la caña de pescar, se dio vuelta y se fue. Mientras la veías alejarse, pensaste que no había conventos cerca, ¿de dónde había salido esa monja? Quizá hubiera una lancha amarrada en otro muelle que la esperaba. Debía ser amiga de Valeria, ya que la andaba buscando. Pero era mucho más joven, ¿amiga de dónde?
Después, hiciste lo que venías evitando. Fuiste directo a la biblioteca y sacaste el cuaderno rojo de encima de los libros de velas. Lo llevaste a la galería y te sentaste en una silla de mimbre, frente al río quieto.
Lo abriste por la primera página. Acariciaste el papel áspero como si estuvieras amansando a un animal salvaje. Ahí seguía todo. Umbrales arriba, la cinta blanca en el medio como una banda de luto descolorida invertida, y abajo el oso con esos ojos en espiral naranja que ayer te habían mareado.
Pasaste las páginas. Parecía que de un día para el otro había más anotaciones. Estaba repleto de frases perturbadoras escritas en tinta negra, con las letras cursivas redondas y meticulosas, y las otras ganchudas, ni cursivas ni imprenta, de Ignacio.
Las frases rodeaban los dibujos en el papel cuadriculado, escritas en todas direcciones. Intentabas comprender las anotaciones, pero no lograbas concentrarte. Las palabras se derramaban por la página y se hundían en un lago de significados sobre tu regazo.
Te acordaste de cómo estudiabas en el secundario. Entraste a la casa, agarraste tu anotador anillado de la mochila y te sentaste a la mesa del comedor. Con el cuaderno rojo abierto a tu lado, te pusiste a copiar en tu anotador las frases que más te llamaban la atención.
Empezaste por la segunda página. No parecía haber un inicio claro, así que ibas anotando lo que más te inquietaba. Ahí, rodeando a un animal con X por ojos que no quisiste distinguir qué era, decía: para volverse blanco hay que cruzar el umbral oscuro. Era la letra de Ignacio. Con la otra letra se leía: Si se falta a una celebración, en la próxima hay que quedarse meditando frente a la reliquia. Y así seguiste anotando, tratando de no mirar las X que tenían por ojos los dibujos:
La vergüenza es un umbral.
Solo pueden ver la reliquia quienes ya cruzaron.
Lo que ocurre durante la celebración es secreto, no se debe contar a ningún extraño.
Deben alejarse de los familiares o seres queridos que no aceptan el resultado del blanqueamiento.
La marca no es obligatoria, pero recomendada.
El fin es sostener la ilusión de la vida.
Ir para atrás es ir para adelante.
Nadie es responsable por lo que hacen los oscuros.
Hay que atravesar el vacío, no esquivarlo.
El blanco es como el sol, ciega, una experiencia de la que no se puede volver atrás.
Copiaste, como un monje devoto, algunas reglas más que no terminabas de entender. Tenías los dedos entumecidos y la espalda te dolía de doblarte sobre el cuaderno.
Cerraste el cuaderno y lo dejaste boca abajo. No querías seguir mirando esa X pintada en la tapa. La misma X que tenían por ojos los dibujos de los animales. Tenían que ser de Martín. Y la letra redonda, de Valeria.
¿En qué se habrían metido Ignacio y Valeria? La casa atraía gente rara que decía cosas más raras todavía. Y ahora este cuaderno con reglas, entre libros de sociedades secretas. ¿Habrían intentado armar algo así? ¿O era solo una forma de procesar la muerte de Martín?
Cuando te levantaste de la silla, las piernas se te habían dormido. Caminaste como un zombi hasta el dormitorio de tus amigos, arrastrando los pies, con ese hormigueo doloroso. Recién cuando llegaste se te fue. Ibas a dejar el cuaderno sobre los manuales de velas, pero preferiste esconderlo debajo de la cama. Lo empujaste hacia el centro, bien lejos del borde; no querías tenerlo a mano.
Cuando volvías por el pasillo largo, escuchaste otra vez ese sonido. No era un grito sofocado como el de ayer. Parecía una voz que se lamentaba por algo, como un llanto. Fueron unos segundos. En cuanto te acercaste a la puerta con el teclado numérico, el sonido cesó. Te llevaste las manos a los oídos para asegurarte de que tus prótesis auditivas seguían funcionando. Al cubrirlos, las prótesis acoplaron, quejándose con esos chiflidos molestos. Ningún problema, andaban bien.
De vuelta en el comedor, guardaste el anotador en tu mochila. Te tiraste en el sofá y prendiste la televisión. En las noticias no decían nada de la joven desaparecida. Inflación creciente, jubilados marchando al congreso, estudiantes tomando un colegio, la publicidad de una concesionaria de autos del Tigre.
Se puso el sol. Como no tenías hambre, exprimiste dos naranjas y te tomaste el jugo. Viste que en la mesa estaba el colgante que te había regalado la monja y te lo pusiste. Después, como si el acero de la cadena te diera alergia en el cuello, te lo sacaste y lo dejaste en el cajón de la mesita de luz de tu habitación.
Te preguntás qué haría otro en tu lugar. Pero no hay otro, Enzo. Estás vos solo. ¿No?
Me contás que la soledad en esta casa es más tolerable que la de tu departamento en la ciudad. Allá, desde que te dejó Sook-jae, cada vez que volvías del supermercado te daban ganas de llorar. Te aguantabas hasta que la noche llegaba y el sueño era una bendición. Se borraba Sook-jae, vos mismo te borrabas, la Tierra se borraba.
Te preguntás si el sueño será tu dios. Eso deberías haberle dicho a la monja. Que no creés en Dios. Creés en el Sueño. A veces soñaste cosas que después pasaron. Es lo único raro en lo que creés. No creés en OVNIS, ni en fantasmas, ni en la astrología, ni en conspiraciones rebuscadas. El sueño es tu única conexión con lo trascendente. Con la vida y con la muerte. Antes de dormir te sacás las prótesis auditivas. Tus oídos descansan.
Vos no escuchás voces en los sueños, no sabés si por la hipoacusia o por qué. Nunca. Pero meses después de que Sook-jae te dejó, mientras soñabas, una voz te gritó, alegre: «¡Papá!». Pensaste que tenías que reaccionar. Que un posible hijo tuyo del futuro esperaba que hicieras algo específico para existir. Ese día, cuando saliste a la calle, viste un montón de carritos de bebé. Pensaste que estaban ahí para vos. Y luego, que Sook-jae volvía ese mismo día. No había dudas.
«Ese delirio de mierda», me decís. Ignacio te explicó que un delirio es como un dolor de panza. Nadie tiene la culpa de que le duela la panza. «Vos no sos responsable de que tu cabeza te haya traicionado», te dijo.
Extrañás la voz de Ignacio. No era solo que siempre era él el que llamaba, vos no sabés si es por tu problema de audición, pero no se te da por llamar a nadie. Incluso cuando murió Martín, no eras vos el que llamaba, era él. Antes de que te pusieras en pareja con Sook-jae, cuando ya no había otros amigos porque estaban todos casados y con hijos, Ignacio se aparecía en tu casa en los cumpleaños y pasabas la noche con él. No te dejaba solo. Se bajaban una botella de whisky, tocaban la guitarra, él cantaba. Hasta habían compuesto unas canciones. Una se llamaba Cuánta verdad. Ahora te preguntás a qué verdad se referían.
Creías que Ignacio había llevado bien la muerte de Martín, pero te das cuenta de que estabas equivocado. Que de ahí en más nunca fue lo mismo. Cuando volviste a estar solo, y él volvió a visitarte, ya no tocaban la guitarra, ni componían canciones. Solo se emborrachaban y hablaban sobre la vida. Y él a veces te contaba que deseaba a otra mujer, pero siempre volvía a ponderar a Valeria, como un titiritero que empieza a acomodar sus muñecos en su baúl para que no se estropeen después de una función.
En su casa, te preguntás cómo hicieron él y Valeria para mantener su relación. La mayoría de las parejas que pierden un hijo se separan, pero la unión de ellos pareció crecer ante el infortunio. ¿A qué costo?
No lo sabemos, Enzo. Por lo menos no hoy. Lo único que te digo es que no es normal que aparezcan tantas personas con comportamientos extraños todos los días. ¿Se están turnando? ¿Qué te querrán hacer ver?
Es tarde. Si el sueño es tu dios… tal vez ya sea hora de ir a buscarlo.
Pensé que eran 20 años, pero WordPress me acaba de mandar la felicitación: son 19. Igual, casi dos décadas compartiendo historias acá. ¡Cuánto tiempo! ¡Gracias a los que están desde el comienzo!
– Adrián Gastón Fares
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