Relato «La estación sin nombre»
El muchacho llegó a aquella estación cuando apenas amanecía, pintando de color anaranjado aquellos lúgubres andenes. La estación no tenía ningún cartel, no tenía nombre; había un silencio en el ambiente, como el mundo se detuviese. En esa mano apretaba una carta, el papel estaba arrugado por la indecisión y el sudor frío de sus dedos. Escribió una palabras que nunca antes se atrevió a enviarlas.
Aquel reloj, colgado sobre la taquilla, era un verdadero misterio: en vez de tener manecillas, mostraba un signo de interrogación. A nadie le parecía extraño ver aquel reloj, pero el muchacho si lo percibió. Se sentó en un banco de madera, sintió como el paso de aquella carta crecía con cada minuto que pasaba. Observaba la vía, preguntándose si el tren iba a llegar o sin embargo tampoco pasaría hoy.
En su alrededor, los pocos viajeros parecían sombras, figuras borrosas que iban y venían, sin rumbo definido. El muchacho pensó en el destinatario de esa carta, en las palabras que había escrito y borrado, en el miedo a ser comprendido o, peor aún, ignorado.
El viento movió con suavidad la carta en su mano. Dudó. Quiso levantarse, marcharse y olvidarlo todo. Pero algo le hizo detenerse. Tal vez fuese el silencio o el signo de interrogación de aquel extraño reloj de la estación, o el eco de sus pensamientos. Con un suspiro, rompió el sello y deslizó el papel fuera del sobre. Leyó en voz baja las palabras que tanto le costaba aceptar.
En aquel instante, un silbido lejano rompió el aire. El tren apareció entre el ambiente brumoso, avanzando con lentitud pero con seguridad hacia el anden. El muchacho se puso en pie, sintiendo que algo dentro de él también se movía. Guardo la carta, yo no como un secreto, sino como un recordatorio de que enfrentarse a uno mismo es el primer paso para que el mundo empiece a girar de nuevo.
El tren se detuvo. Las palabras se abrieron. El muchacho se subió, dejando atrás aquella estación sin nombre, pero llevándose con el la certeza de que, algunas veces, solo el acto de mirar dentro de uno mismo permite que lo externo avance.
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